La traca final
Este largo fin de semana representa anualmente la apoteosis del ocio en Bilbao. Hoy es el Día Grande de la Semana Grande, y hay un fin de semana por delante, y además estamos en agosto. Es el colmo de las razones para desistir de hacer algo productivo. Porque, en cierto modo, la fiesta es a lo largo de estos días una preparación para la apoteosis final. Aumentará el número de visitantes y correrán ríos de alcohol, ríos de orín.
Hace pocos días publicaba este periódico un enternecedor reportaje: eran los damnificados de la fiesta, los exiliados, los fugitivos. A lo largo de los últimos años se ha producido una restricción de los recintos festivos, pero sigue habiendo sectores de Bilbao donde el sueño o la convalecencia son un ejercicio de voluntad durante la Aste Nagusia.
Conmueve la resignación con que los alérgicos a la fiesta se ven obligados a padecerla, por no hablar de esas almas bienintencionadas que no dudan en dejar su casa durante algunos días para dormir en paz. Para ellos este fin de semana será sin duda una auténtica letanía.
Ignoramos hasta qué punto alcanza nuestro famoso hecho diferencial, pero lo cierto es que las nuestras son fiestas de inspiración mediterránea: todos en la calle hasta las tantas. Estar en la calle (esa afección por el aire libre, aunque éste sea de asfalto) es una de nuestras primigenias señas de identidad. En esas circunstancias, que la fiesta genere algunos exiliados resulta un hecho irremediable.
El discurso políticamente correcto (y la inevitabilidad de los hechos) exigen aludir a la tolerancia, al buen humor, a la animosa resignación con que se debe tolerar el ruido y la alegría ajena. Sin duda la fiesta quiere y debe ser transgresora, y quien propusiera con seriedad que no lo fuera estaría lisa y llanamente secuestrando su auténtico sentido.
Otra cosa es constatar uno de los paisajes más antipáticos del alma humana: que la alegría de los demás, cuando no es compartida, resulta insoportable. No estamos psicológicamente preparados para que a nuestro mayor enemigo le toque la lotería y, del mismo modo, al que no disfruta de la fiesta le revienta en grado superlativo que disfruten los demás.
Quizás sumarse a la Aste Nagusia sea el único modo de no agriarse el carácter. Ése es el único consejo que podría darse a quienes no soportan estos días.
El que escribe, por su parte, siempre se resigna a la fiesta, y tal resignación puede materializarse en devorar un estofado de rabo de vacuno (acompañado de buen vino) en uno de los locales más castizos de la ciudad. Eso ocurrirá después de escribir estas líneas y algo antes de que se publiquen. No es mal plan.Este largo fin de semana representa anualmente la apoteosis del ocio en Bilbao. Hoy es el Día Grande de la Semana Grande, y hay un fin de semana por delante, y además estamos en agosto. Es el colmo de las razones para desistir de hacer algo productivo. Porque, en cierto modo, la fiesta es a lo largo de estos días una preparación para la apoteosis final. Aumentará el número de visitantes y correrán ríos de alcohol, ríos de orín.
Hace pocos días publicaba este periódico un enternecedor reportaje: eran los damnificados de la fiesta, los exiliados, los fugitivos. A lo largo de los últimos años se ha producido una restricción de los recintos festivos, pero sigue habiendo sectores de Bilbao donde el sueño o la convalecencia son un ejercicio de voluntad durante la Aste Nagusia.
Conmueve la resignación con que los alérgicos a la fiesta se ven obligados a padecerla, por no hablar de esas almas bienintencionadas que no dudan en dejar su casa durante algunos días para dormir en paz. Para ellos este fin de semana será sin duda una auténtica letanía.
Ignoramos hasta qué punto alcanza nuestro famoso hecho diferencial, pero lo cierto es que las nuestras son fiestas de inspiración mediterránea: todos en la calle hasta las tantas. Estar en la calle (esa afección por el aire libre, aunque éste sea de asfalto) es una de nuestras primigenias señas de identidad. En esas circunstancias, que la fiesta genere algunos exiliados resulta un hecho irremediable.
El discurso políticamente correcto (y la inevitabilidad de los hechos) exigen aludir a la tolerancia, al buen humor, a la animosa resignación con que se debe tolerar el ruido y la alegría ajena. Sin duda la fiesta quiere y debe ser transgresora, y quien propusiera con seriedad que no lo fuera estaría lisa y llanamente secuestrando su auténtico sentido.
Otra cosa es constatar uno de los paisajes más antipáticos del alma humana: que la alegría de los demás, cuando no es compartida, resulta insoportable. No estamos psicológicamente preparados para que a nuestro mayor enemigo le toque la lotería y, del mismo modo, al que no disfruta de la fiesta le revienta en grado superlativo que disfruten los demás.
Quizás sumarse a la Aste Nagusia sea el único modo de no agriarse el carácter. Ése es el único consejo que podría darse a quienes no soportan estos días.
El que escribe, por su parte, siempre se resigna a la fiesta, y tal resignación puede materializarse en devorar un estofado de rabo de vacuno (acompañado de buen vino) en uno de los locales más castizos de la ciudad. Eso ocurrirá después de escribir estas líneas y algo antes de que se publiquen. No es mal plan.
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