VIAJE SENTIMENTAL A UN PUEBLO ESCRITO
Polop de la Marina, en Alicante, fue el hogar de Gabriel Miró. Un pueblo literario y real, que guarda aún la memoria del autor de 'Años y leguas'
Este verano mis amigos han viajado a Laponia, a Estonia, a Cefalonia; uno especialmente cinéfilo quiso ir a Freedonia, y todos los ingleses que conozco se mueren por venir a Catalonia. En vista de eso, y no sólo por llevar la contraria a tanta manía cosmopolita (o cosmopolonia), he elegido para mis vacaciones de agosto los pueblos interiores de la provincia de Alicante, allí donde la falta del mar hace a la gente menos salada pero más fragosa.
Biar, Sax, Tárbena, Jalón (o Xaló), Famorca, Benifato, Confrides, Finestrat. Ya los nombres de esos pueblecitos escarpados llenan la boca con su toponimia,que es de una 'plasticidad agraria', en palabras de Gabriel Miró. Y es que no había dicho que en este viaje corto, tranquilo y bien respirado, aproveché para releer a los clásicos de la zona.
Azorín decía que hay tres Alicantes; el huertano, que linda con Murcia, el de la Marina, más próximo a Valencia, y la región noroeste que el viajero encuentra casi sin darse cuenta de que aquello ya no es un lugar de La Mancha.De esta geografía que el escritor de Monóvar divide vicariamente en razón de las hermanas limítrofes también se podría hacer una separación lingüística; Alicante es la provincia valenciana con más rico 'babel de los babeles': valenciano mayor y menormente catalán, castellano manchego o albaceteado, castellano con sabores de la Vega Baja murciana, el curioso foco de dialecto mallorquín en Tárbena y Bolulla, y ahora nuevas importaciones habladas que van desde el ucranio y el estonio al más connatural árabe del Magreb. Los tres alicantes tienen sin embargo un rasgo en común que pocos turistas asociarían con la tierra donde acuden primariamente a tostarse: la montaña. La gran sorpresa de esta provincia de sanjuanes, benidores y torreviejas es la constante hermosura de su paisaje de crestas empinadas y valles hondos, donde resaltan unas montañas desnudas a las que, escribió Azorín, 'sentimos ganas de pasarles la mano suavemente por las cumbres, como a un animal se le pasa la mano por el cerro'.
Hoy, la mano de Azorín quedaría hecha un cristo tras la caricia. Las colinas y montes van siendo cada vez más infestados por la colonización reurbanística, e incluso los hermosos castillos moro-cristianos que nos reciben al entrar en la provincia desde Albacete tienen dificultad en resaltar sus almenas y torres del homenaje entre tanto alto bloque de pisos que no pasarán a la historia. Pero yo me detuve en Villena, donde la gente ama el cine por encima de todas las cosas, de todos los pisos y todas las torres, y ví, guardado en arca como los buenos tesoros, su bellísima colección de joyas y cuencos de oro prehistórico.
Llevando sin embargo de lectura principal en el viaje los libros de Gabriel Miró, mi destino tenía que ser Polop de la Marina. Mi destino ha sido Polop desde siempre, he de aclarar, pues en este maravilloso pueblo colgado sobre un abismo de bancales fructíferos pasé yo los veranos de mi niñez en una casa alquilada por prescripción facultativa. Mi madre había sufrido una grave inflamación de la pleura, y el clima alto y seco, con la buena agua local, era lo indicado para su pulmón. Para nosotros, mis hermanos y yo, lo indicado era romper de golpe la rutina acuática de la playa del Postiguet en Alicante y hacer en Polop vida de cabras cultivadas. Por la mañana triscar entre algarrobos y pinos, buscando, si la noche anterior habían caído unas gotas, los caracoles para el guiso. Por la tarde, más aseados, una película nueva todos los días en el Coliseo Sagi Barba, que tras su nombre grandioso y filarmónico escondía un cine de pueblo donde sentí las primeras emociones de un arte hasta entonces confuso entre las pipas de girasol y los altramuces ruidosamente masticados.
Polop ha cambiado mucho desde entonces, pero -puestos a criticar- más a peor he ido yo, y aquí estoy. El agua cantada por Miró sigue fluyendo con su 'dulzor de dejo amargo' a través de los famosos Chorros, donde a cualquier hora hay un extranjero en shorts llenando la garrafa. Enfrente mismo de la fuente, si les interesa a ustedes la nota sentimental, puede leerse aún bajo el nuevo rótulo de un bar el antiguo nombre del Coliseo Sagi Barba; no hay cine ya en el pueblo.Un busto de Miró completa el esquinazo de esta céntrica plaza. ¿Cultura? A la vuelta de la esquina está el Museo del Alambre, la cosa más entretenida del mundo para el visitante y para el artista Antonio Manjavacas, que dejó sus campos manchegos para urdir aviones, bólidos de carreras, plazas de toros, vírgenes y otras figuras de la pasión con sus únicas manos, miles de metros de hilo de metal y unos alicates.
Cuando Gabriel Miró, también para curar la enfermedad de una de sus hijas, llega a Polop en 1920 por indicación de Óscar Esplá, el pueblo es otro. Allí le visita Pedro Salinas, y hay fotos de los dos con esa elegancia, con esa corbata, con esos botines lustrosos y ese chaleco que los escritores de antaño mantenían aún de excursión por el campo. Un jovencísimo admirador, Benjamín Palencia, viene también al pueblo a rendirle homenaje, y volverá para quedarse cuando el escritor ya ha muerto. En la falda del monte Ponoch, entre los primeros chalés de la tranquila urbanización de La Paz, aún está, con aires de abandono, la casa-estudio del pintor, con su hermoso fanal en el chaflán que nos da ganas de visitar el interior cerradísimo. A unos 200 metros, junto a la entrada del pueblo, permanece igualmente la pequeña finca de los veraneos de Miró, aún en propiedad de sus familiares y rebautizada como Casa de Sigüenza.
De los tres libros protagonizados por Sigüenza, doble o alter ego de Gabriel Miró, el último y quizá mejor, Años y leguas, es un monólogo interior de episodios salteados donde Polop y otros pueblos de la Marina ponen la estampa de su paisaje. Lo asombroso, lo interesante, es que 70 años después de la mirada lírica del novelista, Polop, más construido, más ajetreado, incluso con su flamante hotel de cuatro estrellas en el centro, nos permite ser fieles a Miró en el itinerario. El agua, el monte, los olivos, la iglesia, el corte de las alas de los cuervos en el azul del cielo; allí siguen, de momento, aunque mi querido escritor lo pone en la página con un vocabulario tan precioso que hoy puede ser el mayor enemigo de su lectura (han dicho que Miró no está lejos de Proust; yo lo veo, con todas las salvedades del Caribe, más en comunión con el neo-modernismo de Lezama Lima, que le leyó). También está lo más singular de Polop: el huerto de cruces de su antiguo cementerio, antes fortaleza, coronando el cerro donde se alza el pueblo. A Miró le gustaba hacer la subida casi a diario, y, en época en que aún se enterraba allí a los polopinos fallecidos, las más atractivas escenas de Años y leguas trascurren alrededor del camposanto y con su sepulturero, Gasparo Torralba, de protagonista. Sin cruces hoy y clausurado, a punto -dicen- de convertirse, qué iba a ser, en centro cultural, la subida por calles en cuesta nos permite ver el bonito calvario de cerámica de Manises dentro de las 14 hornacinas blancas, y una vez arriba, junto al huerto cerrado, hacer como Miró:mirar, mientras la especulación inmobiliaria no lo impida, la panorámica de una tierra áspera y fértil donde sólo al fondo, como espejismo, aparece el blando mar de la codicia.
Vicente Molina Foix es director de la película Sagitario y autor de El novio del cine (Temas de Hoy).
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