Conversación en el acantilado
Leía días atrás el artículo de Luis Daniel Izpizua aquí, mientras me agosto con la brisa entre estas rocas. Comparto su emoción cuando ojeo ese delicioso librito de charleta entre Gurutze Galpasoro y José Jiménez Lozano (Alguno creerá, Luis Daniel, que cobramos de esa pequeña editorial. Dos menciones en dos semanas. Así está el patio). Es cierto, son páginas llenas de sentido, nada banales, que destilan autenticidad y libertad de pensamiento. Y que albergan una discreta aunque impetuosa alegría de vivir, de sentirse humanos. Ninguna capilla podría reclamarlas como propias, y, sin embargo, uno a uno, seremos unos cuantos los que nos deleitemos con ellas. Qué placer, qué satisfacción poder sumergirse e ir tocando esto y lo otro, hablar de las cosas que conoces, de las cosas concretas, del 'puchero de leche puesto al fuego' antes que del volcán, porque, aunque esto te impresiona, aquello lo conoces y lo sabes interpretar -después de todo, es lo mismo a pequeña escala- y, especialmente, te remite a una historia humana. Qué placer escuchar hablar sin cortapisas y a la pata la llana.
Yo, querido Luis Daniel, me aproximé al librito por el otro lado. No conocía a Galpasoro pero sí a Jiménez Lozano. No sabía de la existencia de este libro: ninguna referencia de prensa, ninguna promoción (está editado en el 98, aunque también yo lo he encontrado ahora). Buscaba otro libro en unos grandes almacenes y vi esa atractiva portada que lleva de la calleja holandesa pintada por Vermeer. Pequeño (barato), agradable a la vista y al tacto, fue candidato inmediato a ser comprado. Una conversación con Jiménez Lozano. Definitivamente, había que llevárselo. Luego lo he leído aquí, en estos riscos.
A José Jiménez Lozano llegué, como muchos, a través de su Historia de un otoño (1971). Un relato sutil, inteligente y emocionado, pero siempre discreto y diáfano, sobre la peripecia vivida por las monjas jansenistas del monasterio de Port-Royal des Champs (París), cerrado por orden de Luis XIV en 1711. Hijas de familias aristocráticas, con una educación exquisita (que les serviría para dar un denso y sencillo sentido estético a sus vidas, desde fregar y atender la cocina hasta formular su disputa), protagonizaron un episodio memorable de rebeldía y libertad de conciencia frente al rey y al papa. 'Se habían puesto al mundo por montera, y toda su agitación les parecía 'ruido de moscas', dice de ellas Jiménez Lozano. El monasterio era desde tiempo atrás uno de los centros teológicos del jansenismo en Francia (una herejía que cuestionaba la relación de poder a poder que se fraguaba entre la corte y el papado). Fue, quizá, el primer acto de defensa del yo y de conciencia civil al comienzo de la modernidad. Por ello tal vez, Historia de un otoño fue especialmente celebrado en Checoslovaquia en tiempos de la Carta 77, cuando el país existía y vivía bajo la tiranía.
Y llegados a este punto, influido quizá por el aroma y la corporeidad de esa basílica marinera, hija del bosque normando que hay cerca de estos riscos, a uno, querido Luis Daniel, le da por pensar en las culturas cristianas perdidas para nosotros. Uno ha sido formado en la tradición del catolicismo anticlerical. Como tantos hoy. Y sabe de las mezquindades y crímenes cometidos por la Iglesia y en su nombre. Sin embargo, llevados por un sano laicismo y la rebeldía ante tanta injusticia, tal vez nos estemos perdiendo esa otra parte noble y delicada, esa cultura sofisticada que también existe en la tradición cristiana. A uno le viene a la mente la frase de Azaña tras asistir al canto de las vísperas en Nôtre Dame en 1911: 'Si el culto católico desapareciera, los gobiernos deberían subvencionar una catedral'. Lo suyo era un cierto panteísmo místico que alimentaba con sus paseos por el jardín de los frailes en El Escorial. Pero pasó a la historia por aquello de que España ha dejado de ser católica.
Jiménez Lozano odia ser identificado como escritor cristiano. Y no lo es. Pero es lo que mejor le sale. En fin, querido Luis Daniel, agosto septembrea y pronto nos encontraremos en tareas menos gratas que éstas de tostarse en el acantilado.
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