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ASTE NAGUSIA
Columna
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Domingo para niños

Cuando se es joven, la Aste Nagusia impone un descenso a los infiernos de la noche. Y cuando uno se hace mayor (tanto más cuando uno se hace demasiado mayor; esto es, cuando se convierte en padre o madre) la Aste Nagusia impone sustituir la canalla nocturna con la civilizada condición del animal sereno y matutino.

Apuntalando ese regreso a las buenas costumbres, las mañanas de la fiesta son el imperio de la infancia. El muelle de Ripa se ha convertido en uno de los emblemas de esa parte de la fiesta profundamente inocente, en que los niños campan a sus anchas y los mayores, quizás con la excusa de su tutela, pueden volverse también algo más niños.

En Ripa hay artefactos hinchables (más bien ya hinchados) en los que los enanos saltan hacia los cielos de la imaginación. El Gargantúa sigue devorando niños, como lleva haciendo tantas décadas en Bilbao. Incluso hay un pequeño taller para iniciarse en la práctica de la txalaparta, rancia tradición que evoca el pasado prehistórico de este pueblo, aunque su profusa utilización en la alharaca mitinera de la izquierda abertzaleue el ritmo de percusión de la txalaparta no se relaciona con los himnos de guerra, sino con el galope del civilizadísimo caballo.

La tarde del domingo fue una prolongación de ese fervor infantil con el desfile de El vuelo de la ballena, un espectáculo en que la facilidad para el asombro de la infancia se vio también acompañada por el asombro de los mayores. Todos boquiabiertos, como si nadie tuviera más de tres años.

Uno tuvo la oportunidad de pasear cumplidamente ese domingo para niños, distrayendo su curiosidad aquí y allá, comprobando la ansiedad de los pequeños por experimentar, a escala, sensaciones excitantes y vertiginosas. Euskaltel hizo el agosto publicitario repartiendo caramelos, globos y balones (Gracias, Euskaltel, vamos a quererte tanto como a la Caja, que nos regala bonitos calendarios por Navidad) y el que escribe observó la boca abierta de Gargantúa con la misma prevención de siempre: sí, allí había niños arrojados que no dudaban en deslizarse por las entrañas de la cosa, pero también niños que se resistían, razonablemente prevenidos. Algunos lloraban, y entonces uno se acordaba de su infancia y de aquellos sentimientos contradictorios que le asaltaban antes de meterse en el Gargantúa: una parte de placer y una parte de espanto.

El que escribe visitó el tinglado en compañía de ese enano que ostenta su mismo apellido. Y a pesar de las obstinadas invitaciones de su padre, él prefirió no servir de alimento al Gargantúa. Ganó el espanto. Otro año será.

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