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Mugabe se enroca

Ramón Lobo

Mercados vacíos, desempleo crónico, hundimiento de las exportaciones y de la moneda local... Zimbabue, uno de los países más prósperos de África hace 18 meses, se hunde en el fango. Es el precio de su participación desde 1999 en la guerra de Congo (11.000 soldados para defender las minas de diamantes de Mbuji-Maji). La aventura militar resultó cara desde el primer día: los beneficios de las concesiones mineras a cambio de tropas lucraron al entorno de Robert Mugabe, nunca al país.

El enorme descontento social se concretó en la inesperada derrota presidencial en el referéndum de febrero de 2000. Aquella campaña del no sirvió, además, para alumbrar la primera oposición real en 20 años, el Movimiento para el Cambio Democrático.

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A la caza del granjero blanco

Mugabe desempolvó entonces una vieja afrenta colonial: unos pocos miles de blancos controlaban aún casi el 70% de las mejores tierras. El acoso contra estos granjeros, a los que acusa de financiar a la oposición, formó parte de un plan más ambicioso: quebrar la contestación política.

En las elecciones legislativas de junio de 2000, Mugabe mantuvo (gracias a los diputados nombrados a dedo) el control del Parlamento. Las nuevas ocupaciones de fincas y los ataques a la oposición representan una repetición de esta estrategia; en marzo de 2002 están previstas las presidenciales y Mugabe se presentará a pesar de sus promesas de jubilación. Pero esta vez existe un objetivo añadido: culpar a la minoría blanca del colapso económico.

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