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A LA MANERA de Francisco Umbral | GENTE
Columna
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MADRID ME PONE

En agosto, Madrid me pone. Sobre la alfombra del Retiro retozan y desfilan yogurinas informalmente uniformadas de indolencia. Su traje de bonito consiste en una camiseta Barbie, tirantes de sostén a la vista, teléfono móvil y piercing adosado en ombligo a lo Silke. El piercing de hoy es el códice de mañana. O sea: cada época tiene sus fósiles. De Atapuerca a la casa del Gran hermano, de la Castellana a la Puerta de Alcalá, hay cosas que no cambian. La canícula, por ejemplo. Sólo mis gatas la resisten con cierto decoro. Los demás se despelotan. Incluso los indios de flauta y cóndor pasa se despojan de sus andinos ponchos. No hay fuentes suficientes para saciar la sed de tanto guiri con resaca. Pero Madrid resiste. Te metes en una calle buscando la sombra y te viene un tufillo a ensaladilla rusa, más galdosiana que proustiana, cheli, salmonelósica. En un semáforo, Baudelaire vende pañuelos que luego utilizarán los travestis de la Casa de Campo para borrar las huellas de sus padrenuestros y de nuestras avemarías. Implantes de mujer en carrocerías de cabo furriel, entrepiernas hipotecadas, trata de mulatas, desertores de curso de verano, fontaneros del sexo de origen eslavo en busca de chapuzas, turistas de secano que no conocen más brisa que el aire acondicionado de El Corte Inglés y maricones de provincias que llegan a Madrid para hacerse gay, el hedonismo noctámbulo y canalla se desparrama entre esnifes, lirismo de litrona, éxtasis de porro y en este plan. Gallardón y Álvarez del Manzano, chamanes de la tribu de los madriles, están de vacaciones, y el personal, que no es gil, lo aprovecha para darle a su cuerpo alegría Macarena. Las gachís se alimentan de tapas con más grasa que la pularda del Jockey y el subidón les dura hasta que sale el sol, como en el cuadro de Antoñito López, apicultor de membrillos hiperrealistas y tal. Los camellos de guardia citan a Valle-Inclán y colocan su farlopa a precio de stock-option. Te metes una raya de su cortada pólvora y alucinas yugos y flechas. Yo, la verdad, prefiero la Viagra. Diez minutos más tarde de tomármela, mezclada con Chinchón, me siento como Compay Segundo, banderillero del son, el abuelo perfecto para esas heidis con aspiraciones de top model que se quedan en cajeras de supermercado, yonquis de un espejismo de eterna juventud que dura lo que una flor de verano en la M-30, o sea: nada.

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