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Reportaje:Estampas y postales

Scarpa nunca estuvo aquí

Miquel Alberola

En este frontón con 53 ventanas del Barranc de la Fos de Bocairent se hubiese podido inspirar perfectamente Carlo Scarpa para algunas de sus fachadas con ventanas asimétricas, que cierta singularidad dieron a la arquitectura fascista italiana. Sin embargo, Scarpa nunca estuvo aquí, aunque a menudo le gustó envolverse con una manta como si fuera el pintor Joan de Joanes o cualquiera de los vecinos de mayor edad de este vistoso pueblo encaramado a un cerro del sur de La Vall d'Albaida. En esta composición de cuevas está toda la sustancia de su arquitectura, planteada incluso como un desafío remoto a sí mismo y a su propia obra. Esta fachada mineral también se hubiese podido levantar en cualquier calle del Soho de Nueva York para tapar una colmena de oficinas y picaderos sostenidos por unas galerías de arte en los entresuelos, y sería una referencia de modernidad muy celebrada. Pero estuvo aquí desde la prehistoria y ha pasado bastante inadvertida para el resto de los mortales.

Recibe el nombre de Covetes dels Moros, quizá porque a menudo esa época es casi el jurásico para los valencianos, aunque también hay versiones para todos lo gustos. Algunos autores le atribuyen un origen visigótico, por la existencia en los alrededores de 48 tumbas visigóticas que a tenor de la leyenda podrían corresponder a una comunidad de monjas anacoretas, pero lo único cierto para la mayoría de la población es que cuando los cristianos desalojaron a los moros en el siglo XIII estaban ahí y al parecer las utilizaban como granero por sus excelentes condiciones para mantener el cereal fresco y seco. No obstante, la posición junto a un río y la altura como medida de protección contra los depredadores, son indicios que sin duda conducen hasta el hombre prehistórico, pero su interior ha sido ocupado tantas veces que no han quedado vestigios que acreditasen nada. Los pueblos sucesivos siempre han sabido sacar provecho de estas cuevas, que se han revelado de gran utilidad, bien como palomar (siglo XV) o bien como atractivo reclamo turístico en la actualidad.

Se trata de un grupo de 53 cavidades excavadas en la roca caliza, reconocido con la categoría de monumento histórico-artístico nacional, y que configura, junto a las otras existentes en la zona, un conjunto de 112 cuevas. Todas las bocas poseen unas características similares, y aunque en origen fueron independientes, según se desprende de las argollas esculpidas a la entrada, de las que debió colgar una escalera de esparto, hoy están intercomunicadas, estableciendo un laberinto intestinal muy ameno e ideal para deslomarse en su recorrido. Hasta aquí llegan algunos alemanes para conseguir en sus contorsiones unas de las hernias discales de mayor calidad del mundo, y luego presumir en una cervecería ante un plato de salchichas trinchadas.

Para constatarlo, lo mejor es recurrir a la ayuda de Francesc Satorres, un tipo alto y huesudo que parece diseñado a propósito para moverse por en interior de esta maraña de agujeros. Casi con los ojos cerrados, como si desovillase un hilo psíquico, conduce por las galerías a los visitantes, que pese a la desorientación que alcanzan en el itinerario, sobre su mente se proyecta la falsa sensación de cuatro niveles. Dentro de este queso Maasdam calcáreo, el cronista presbítero Francisco Vañó dio rienda suelta a su imaginación y atribuyó a cada agujero un nombre de connotaciones cristianas, quizá porque esta piedra, como todas, es un pedestal ideal para los dogmas. Sólo hay que buscarle el parecido y consagrarlo, y ahí están desde la Virgen a Carlo Scarpa.

JESÚS CÍSCAR

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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