A vueltas por el suelo
Un editorial aparecido en este periódico el 9 de julio de 2001 (El fracaso de la vivienda) incidía, una vez más, en las exageradas subidas de los precios de la vivienda en España como resultado de una política que, éstas son las pruebas, ha fracasado.
Pese al relativamente bajo nivel de los tipos de interés hipotecarios, estudios recientes sobre la demanda potencial de vivienda en Madrid muestran que, a los precios actuales, los madrileños con ingresos familiares menores a cinco veces el salario mínimo interprofesional (SMI) difícilmente pueden acceder a la compra de una vivienda, lo cual excluye a más del 80% de la demanda potencial.
En el precio final de la vivienda influye cada vez más el coste del suelo, de suerte que en Madrid, por ejemplo, representaba, hace algunos años, en torno al 30% del precio final de una vivienda y actualmente supera ya ampliamente el 50%. Ello quiere decir que los precios del suelo han aumentado mucho más que los soportados por los demás componentes de la construcción (materiales, mano de obra...).
'Hágase urbanizable, recalifíquese gran cantidad de suelo y una acrecida oferta hará bajar los precios'. Éste ha sido y sigue siendo el eslogan de quienes, con irritante monotonía, tocan la flauta del mercado con el solo agujero por el que la soplaba Bartolo. Ésta ha sido la filosofía (y la política) de los últimos años, Ley del Suelo incluida. Los resultados ahí están: los precios del suelo siguen en ascenso imparable, mientras los amigos de Bartolo, convertidos en marxistas (de Groucho), continúan pidiendo más madera, es decir, más recalificación, más desregulación, más de todo, pero sin entrar, claro está, en el fondo del asunto, aunque, como bien se ve, más suelo recalificado no implica menores precios. La evidencia empírica señala precisamente lo contrario.
Para empezar, el suelo, en tanto que producto mercantil, tiene algunas características que lo diferencian de otros productos, como el automóvil, pues el suelo carece de movilidad. Por otra parte, el suelo urbano no presenta problemas de almacenamiento o deterioro. Es, precisamente, su capacidad para ser retenido lo que permite especular con él. Tampoco basta con que esté calificado de urbanizable con todas las bendiciones administrativas para comenzar a edificar sobre él, se precisan también viales, acometidas... urbanización, en suma. Además de que los propietarios quieran vender a las constructoras o edificar ellos mismos. Aunque, para decirlo todo, los propietarios originales del suelo poca vela llevan en este entierro; el proceso suele ser más complicado y más siniestro. Los protagonistas son los especuladores, que ahora se hacen llamar, muy dignamente, operadores del suelo. Sean, a la vez, constructores o no lo sean, estos operadores controlan el mercado del suelo de forma oligopolística, sin arriesgar un euro. En este sentido, si hemos de atenernos a la definición canónica del término empresario ('aquel actor económico que asume riesgos'), éstos no son empresarios. Uno de los mecanismos que utilizan consiste, no en comprar suelo, sino en atar las voluntades de los dispersos propietarios originales, mediante documentos que suelen tomar la forma de 'opciones de compra'. Esta operación la suelen hacer, claro está, antes de que el suelo haya sido recalificado, en el momento en que ellos intuyen o saben que lo va a ser. Esta información privilegiada proviene de las administraciones, por las cuales pululan los especuladores mediante redes e influencias.
Pero no están solos ni son poco importantes. Últimamente, la desregulación 'liberalizadora' ha metido en el baile una demanda de suelo añadida, la de los bancos. Éstos, según la Comisión Nacional del Mercado de Valores, han comprado durante los últimos años en toda España y a buen precio ¡350 millones de metros cuadrados! para urbanizar. Como no hay plazos para poner ese suelo en funcionamiento, lo harán cuando más les convenga. Estamos ante un oligopolio fomentado por una política que, como bien se ve, está resultando nefasta.
A todo este desastre se ha venido a sumar el 'efecto euro'. La proximidad con que se percibe la desaparición física de la peseta ha convertido a la vivienda en un auténtico refugio del dinero negro, con el consiguiente aumento de presión sobre la demanda y, al final, sobre el precio.
Nada más ganar las elecciones municipales y autonómicas en 1995, el PP recalificó como urbanizable prácticamente todo el territorio municipal de Madrid. Aquellas recalificaciones masivas (PAU, primero, y Plan General, después) iban a 'resolver el problema de la vivienda'. El Plan General de Madrid prevé un suelo urbanizable, en sus diferentes versiones, de más de 4.000 hectáreas, que albergarían casi medio millón de viviendas, algo así como millón y medio más de habitantes. Seis años más tarde (once desde su inicio) todo se ha quedado en agua de borrajas. Concretamente, los discutidos PAU no han producido, a la fecha de hoy, una sola vivienda. Pero, eso sí, los precios de ese suelo ya se han triplicado. Todo un éxito. No se puede negar que más cantidad de suelo recalificado no produce más viviendas baratas, pero sí trae aparejado más negocio, más beneficios para los especuladores y más problemas.
Al recalificar, prácticamente, todo el suelo urbano, como se ha hecho en Madrid, no sólo se otorgan derechos a los propietarios y operadores, que aseguran así grandes beneficios futuros, también se ha hipotecado el porvenir de la ciudad y se ha matado la capacidad de las próximas generaciones para definir la urbe en la que desean vivir.
En Madrid, además, se han reducido o suprimido los equipamientos que el planeamiento anterior a 1997 preveía. Por otra parte, la subida del precio del suelo, junto a la alegría recalificadora, ha hecho que sea altamente rentable abandonar los usos industriales en el interior de la M-40, vender ese suelo y recolocarse en la periferia. La desaparición de las industrias, en ese espacio urbano, es ya casi total, lo cual ha traído como consecuencia, desde luego, una mayor densidad habitacional, pero también un incremento de los viajes cotidianos desde la vivienda al trabajo y viceversa.
Aun suponiendo, en una hipótesis cándida, la mejor de las voluntades en operadores y constructores, si lo que se desea es incrementar la oferta es preciso evitar las retenciones de suelo, mecanismo en el que se basa la especulación. Este objetivo resulta una quimera sin la voluntad expresa de las administraciones públicas, también en el impulso para que el proceso de producción no naufrague en las juntas de compensación.
El mercado del suelo, desregulado y recalificado, está hoy manejado por grupos cuyo fin es controlar la oferta, dosificándola de tal suerte que la plusvalía, es decir, la diferencia entre el precio de compra y el de venta, sea la mayor posible. Ahí está el gran negocio y ahí está el primer problema, que no se arregla con inhibiciones ni con paños calientes, sino con la intervención pública para que las condiciones del mercado mejoren o, lo que no está de moda, aunque sea lo verdaderamente eficaz, creando suelo público.
Pero los desmanes también se pueden cometer con suelo público, al menos en Madrid. La operación del Real Madrid da buena cuenta de ello. El suelo de la ex-Ciudad Deportiva fue adquirido en su día por el Estado y entregado a ese 'emblemático' club de fútbol para uso deportivo. Ahora se lo recalifica y, sin esperar a tener formalmente aprobado el convenio con las instituciones públicas, el Real Madrid acaba de sacar a subasta el terreno con un mínimo de licitación de 100.000 millones de pesetas. El pelotazo es, desde luego, de campeonato, y para igualarlo se necesitarían las habilísimas botas de todos los Figos y Zidanes del mundo. Como es obvio, el precio final de las torres que se van a construir no servirá precisamente para rebajar los precios.
Cerca de allí, amplios terrenos propiedad de Renfe, en torno a la estación de Chamartín, también han sido recalificados, y cuando los dos proyectos se desarrollen, el colapso estará servido. Se trata de una zona hospitalaria (La Paz y el Ramón y Cajal están en el entorno) por la que discurren, además, dos importantes salidas de la capital: la Ñacional I y la autovía de Colmenar. Dentro de poco, moverse en esa zona sobre algo distinto a un helicóptero resultará una aventura tan lenta como emocionante.
Para mayor escarnio, renunciando a intervenir para intentar bajar los precios de ese bien no-renovable que es el suelo, algunos notables ayuntamientos, acuciados por sus haciendas nada boyantes, sacan a subasta su propio suelo público edificable. Una perversión, dudosamente legal, que, como es obvio, repercute en el alza del coste de la construcción y, por lo tanto, de la vivienda.
A estas alturas conviene recordar el tenor literal del artículo 47 de la Constitución vigente. Dice así: 'Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos'. Una cita algo larga, pero, sin duda alguna, pertinente.
No se trata de interpretar, al anguitiano modo, que, pues la Constitución dice que 'todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada', a partir de mañana se deben entregar gratis las casas necesarias, pero habrá de admitirse que regular 'la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación' está en las antípodas de la política más arriba descrita. Una política que, como es evidente, niega, además, la participación de la comunidad en las plusvalías generadas por la acción urbanística de los entes públicos.
Una política que se nutre de la ideología, mal llamada, neoliberal (¡qué pensarían de estas tropelías, si levantaran la cabeza, Ildefonso Cerdá o el marqués de Salamanca, que sí eran liberales!).
Un pensamiento que, por suerte, no es único, pero que sí es, al menos en este asunto, un pensamiento sicario, depredador, cuyos efectos prácticos chocan de frente, como está demostrado, contra el espíritu y la letra de la Constitución Española.
De todo este asunto del suelo se deriva, por añadidura, una conclusión deprimente. Produce tristeza comprobar la ausencia de una firme resistencia cívica. Ver cómo la democracia pierde calidad, pues ni los otrora activos movimientos sociales ni la tan agasajada opinión pública ni casi nadie protesta o, al menos, se cabrea. A lo peor resulta ser cierta la vieja frase marxiana según la cual 'el ser social determina la conciencia' y quienes alguna voz tenemos -redactores jefe, diputados, concejales o líderes sindicales- ya hemos pagado todas las letras del piso.
Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.
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