EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos
Resumen. El viaje prosigue sin incidentes hacia la Estación Espacial Derrida. Horacio va a buscar a la señorita Cuerda al sector de Mujeres Descarriadas, pero ni la encuentra ni responde a la invitación de visitarle en su camarote. Por un error de cálculo, la nave llega antes de tiempo a la nueva Estación Espacial, donde Horacio y su tripulación desembarcan sin novedad y son recibidos por el duque y la duquesa Semolina.
14 Domingo 16 de junio (continuación)
Tal como venía diciendo, y de acuerdo con el intrincado ceremonial cortesano que rige en la Estación Espacial Derrida, adonde acabamos de llegar, la dársena ha sido habilitada como sala de recepción y, con este fin, ha sido cubierta de paramentos y guarniciones. Este revestimiento y el alumbrado por medio de hachones de gas propano, símbolo del poder real, dan un aspecto acogedor, así como suntuoso, a la amplia sala, en uno de cuyos extremos se agolpa el Comité de Recepción, formado por una veintena de hombres y mujeres de alcurnia, ataviados con largas túnicas a la antigua manera coreana, y tocados de altos cucuruchos dorados.
Se suceden los parlamentos de rigor, las canciones y las evoluciones danzantes a cargo del Comité de Recepción.
Acto seguido, el chambelán, bajo la atenta mirada de los duques, procede a la distribución de los camarotes. Después de largas negociaciones, dispongo que la señorita Cuerda se aloje con el guardia de corps, el segundo segundo de a bordo con el portaestandarte y el doctor Agustinopoulos con el depuesto gobernador, que parece resignado a todo. A Garañón, a quien en pocas horas parece haberle crecido una espesa barba negra y lleva gafas oscuras a pesar de la escasa luz de las antorchas, se le asigna un camarote individual. Como corresponde a mi cargo, yo me hospedo en los aposentos ducales, situados en el centro del complejo monumental, entre el Real Museo de Arqueología Contemporánea, la Colección Real de Pintura Etnológica, la Orangerie y el Auditorio Real.
Mismo día por la noche
Debido al inacabable ceremonial, no se nos ha servido almuerzo de bienvenida, ni merienda, ni alimento de ninguna índole durante todo el día, dedicado íntegramente a visitar los principales coliseos de la Estación Espacial, así como el Real Campo de Equitación, el Real Club de Golf y la Piscina Real. Son instalaciones realmente espléndidas que, por falta de tiempo, sólo hemos podido admirar desde el exterior, pues al llegar a cierta distancia de cada una de ellas el duque en persona nos ha obsequiado con tan largas y prolijas explicaciones que al término de las mismas, y a instancias del chambelán, hemos tenido que salir corriendo hacia la siguiente para poder cumplir el programa previsto antes de la cena.
Finalmente, y al borde del desfallecimiento, nos hemos reintegrado a los aposentos ducales, donde el duque y la duquesa me han ofrecido una cena, a la que también han sido invitados el doctor Agustinopoulos y el depuesto gobernador. Como se trataba de una cena de gala, ha sido enteramente servida por algunos miembros de la aristocracia local con el mismo atuendo y regalías que horas antes llevaban en la solemne recepción que se nos dispensó en la dársena.
Por parte de nuestros anfitriones se sentaban a la mesa, además del duque y la duquesa, el chambelán, el chantre y un monje de los llamados zaragateros, a quien nos han presentado como el abate Pastrana. Es hombre sin duda santo, pero de aspecto y modales toscos, que come con los dedos y bendice la mesa a gritos, con la boca llena de féculas.
Lunes 17 de junio
Anoche, cuando acababa de redactar la parte de este grato informe correspondiente a la jornada precedente, o sea, la de ayer, sonaron unos golpes ligeros e insistentes en la puerta de mi habitación.
Acudí presto dando por seguro que se trataba de la señorita Cuerda, a la que durante todo el día y siempre que se presentaba la ocasión de hacerlo sin llamar la atención de los presentes, había dirigido miradas, guiños y señales un punto por encima de 'sugerentes' y dos por debajo de 'concupiscentes', con los que le daba a entender la naturaleza de mis inclinaciones y la instaba a visitarme después de la cena.
Sin embargo, quien llamaba no era la señorita Cuerda, sino el depuesto gobernador, el cual, con gran misterio y prosopopeya, se disculpó por la interrupción, alegando tener algo que contarme cuya importancia, a su juicio, no admitía demora.
Me abstuve de cerrarle la puerta en las narices, pues si bien y a todos los efectos ya no ostentaba el cargo de gobernador, seguía estando en funciones y, por consiguiente, gozando de una categoría superior a la mía en rango, pero inferior en cuanto a mando efectivo. De modo que le invité a pasar y a sentarse en el borde de la piltra.
Cumplimentado este sencillo pero necesario acto protocolario, el depuesto gobernador me preguntó si en el curso de la cena que acababa de sernos ofrecida había advertido algo raro y, al responderle yo en sentido negativo, dijo que él sí.
Pensé que tras este breve intercambio de informaciones se iría y me dejaría tranquilo, pero el depuesto gobernador, sin levantarse siquiera de la piltra, introdujo la mano en la faltriquera y sacó un objeto que me mostró, preguntándome si lo reconocía. Se trataba sin lugar a dudas de una gamba y así se lo hice saber. No satisfecho con esta respuesta, me rogó la inspeccionara detalladamente. Lo hice y se la devolví añadiendo que se trataba, a mi entender, de una gamba hervida.
El depuesto gobernador movió la cabeza con desaliento y me refirió cómo en el transcurso de la cena que acababa de sernos ofrecida había observado un extraño comportamiento, tanto por parte de nuestros anfitriones como por parte de las damas que ejercían funciones de camareras. Me abstuve de alentarle a seguir hablando con la esperanza de que se fuera, pero él, prevaliéndose de su categoría, insistió en desarrollar el tema.
Volvió a entregarme el objeto que yo le había devuelto y me hizo notar que no se trataba en rigor de una verdadera gamba, sino de una gamba de plástico. Preguntado al respecto, dijo haberla sustraído él mismo de la paella que nos había sido servida en la citada cena, al observar que tanto las gambas como los mejillones y otros frutos de mar, que por norma lleva toda paella y de hecho la caracterizan, les eran servidos por las camareras exclusivamente a nuestros anfitriones, tocándonos a nosotros sólo el arroz. Esta discriminación, añadió, le había enfurecido en un principio, pues en su condición de gobernador él nunca habría cometido semejante descortesía, ni siquiera con aquellos huéspedes a los que se proponía desplumar de inmediato. Pero luego, observando la escena con más detenimiento, advirtió que nuestros anfitriones fingían saborear los citados manjares, pero luego, con disimulo, los volvían a dejar intactos en el plato y así los retiraban las camareras tan pronto un brindis, un discurso o cualquier otro incidente propio de un banquete distraía nuestra atención.
Temeroso el depuesto gobernador de que esta conducta fuera indicio de envenenamiento, un recurso al que él, según se apresuró a añadir, jamás había recurrido en el curso de sus pasadas actividades delictivas, y valiéndose de las habilidades de carterista adquiridas en el ejercicio de su cargo, se había hecho con la gamba que ahora me entregaba como prueba de sus alegaciones.
Respondí que no veía nada raro en la presencia de una gamba de plástico en una paella, siendo éste un plato donde suele haber efectivamente gambas, y añadí que sus insinuaciones me parecían del todo infundadas, que todo cuanto me había relatado podía deberse a un error de cálculo por parte del despensero, o una simple coincidencia. Le hice ver que hasta el momento sólo habíamos recibido muestras de amabilidad por parte de los duques y, por consiguiente, que su actitud desconfiada estaba totalmente fuera de lugar.
Molesto por mi actitud, el depuesto gobernador se negó a responder a mis argumentos hasta tanto no hubiera reunido más pruebas materiales, se levantó, nos dimos las buenas noches y se fue.
Esperé todavía una hora más a la señorita Cuerda y finalmente, viendo que no se decidía a venir, fui a su camarote y entré sin llamar, dispuesto a todo.
Acto seguido, habiendo encontrado vacío el camarote, regresé a mi habitación y decidí destinar el resto de la noche a dormir.
Continuará
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