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La venganza será inútil

David Grossman

La calle principal de Jerusalén, que existe desde hace ya más de cien años, llama normalmente la atención por una simplicidad que hasta puede llegar a parecer desolación: dos hileras de viejos edificios de piedra tapizados por gigantescos carteles publicitarios. El principal pasaje peatonal, trazado sobre el asfalto en forma de X, representa el corazón de la ciudad.

Todos los niños de la capital lo conocen, y para alguna gente es uno de sus símbolos más populares: todo aquél que ha pasado por allí, confundido por un instante en el ir y venir de la gente, uno se siente parte de la ciudad.

El palestino que ha cometido el atentado ha fijado esa X como objetivo. Ha elegido un día de fiesta, en el que muchas de familias que se dedican a pasear por Jerusalén, van a los restaurantes populares del centro. Mientras escribo estas líneas, se cuentan ya quince muertos, entre ellos familias enteras y muchos niños. Hay otras noventa personas heridas, de entre las cuales también niños pequeñísimos.

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Enciendo la televisión y oigo a los representantes de los palestinos explicar con lucidez el motivo por el que, quien cometió el atentado suicida, ha hecho lo que ha hecho. Después, ya por la noche, miles de palestinos celebran enfervorizados el éxito de la acción. Probablemente, Yasir Arafat hará una condena oficial del ataque. Pero ¿para qué servirá esta condena, si se sigue negando a detener a aquéllos que tienen intención de seguir cometiendo este tipo de ataques y a los que todo el mundo conoce?

En estos momentos, el Gobierno israelí está reunido para discutir las posibles reacciones. Habrá represalias. ¿Pero realmente servirán para algo? ¿Cambiará alguna cosa para los muertos? A decir verdad, no cambiará nada, ni siquiera para los vivos.

Desde hace más de diez meses, ambas partes están entrampadas en una espiral de violencia de la que no saben cómo salir. Según la loca lógica de este conflicto, se puede explicar cada acto terrorista como reacción al acto terrorista que lo ha precedido. Las crueles leyes de Oriente Medio establecen que si no se reacciona con firmeza a la violencia, el contrario interpretará dicho comportamiento como una demostración de debilidad y golpeará de un modo todavía más doloroso.

Así, pues, el ritual exige que cada parte se vea condenada a golpear al adversario, pensando que se replegará por miedo a una extorsión.

El ritmo de la vida, de la conciencia, incluso de las relaciones entre los hombres, va al compás de este metrónomo mortal. ¿Cómo es posible, sumergidos en un clima tal, recordar que el auténtico objetivo no es la próxima herida que se infligirá o lograr un sistema de defensa más eficaz, sino el intento de poner fin a este círculo vicioso?

Sufrimos hasta tal punto por los síntomas violentos de la situación y estamos tan ocupados en encontrar remedio que olvidamos completamente que la única manera de que desaparezcan los síntomas es curando la enfermedad de raíz.

Como un matrimonio en fase de separación -y que ninguno de los dos sabe cómo acabar con ella-, los palestinos y los israelíes se enganchan entre sí del modo más despreciable. Se torturan mutuamente, se dejan llevar por el deseo de venganza y se hunden así en un enfrentamiento que, poco a poco, se convierte en su razón de vivir.

La Autoridad palestina está dividida y acabada. Los palestinos pasan hambre y están desesperados. En secreto critican amargamente la manera en que Arafat lleva las cosas. Ya han dejado de hacerse ilusiones de que el mundo -y sobre todo Estados Unidos- acudirá en su ayuda. Los israelíes están igualmente desesperados. No llegan a entender la realidad en la que han vivido estos últimos diez meses. Tienen miedo de salir de casa y, sobre todo, les desanima pensar que deberán seguir viviendo así por muchos años.

Israel tiene una potencia militar enorme, pero no puede utilizarla por miedo a que ello provoque la intervención de una fuerza internacional que le obligue a soluciones que no desea. Los palestinos son débiles, pero sin embargo son capaces de causar a Israel un enorme sufrimiento. ¿Existe una tercera vía? Claro que sí: la de la separación de los dos pueblos y su englobamiento en dos Estados separados y soberanos.

¿Serán los israelíes y los palestinos capaces de llegar a ella? Me temo que la respuesta nos la da Thomas Mann en el cuento Mario y el Mago: 'No querer algo y no querer nada (...) son dos posturas hasta tal punto próximas que casi desaparece la idea de libertad.' Y, de hecho, da la impresión de que israelíes y palestinos, después de haberse dicho recíprocamente 'no' de todos los modos posibles y durante más de cien años no son hoy capaces de querer nada. Ni siquiera una solución justa para ambos, que les garantice la vida. De cualquier tipo de libertad -de elección, de esperanza, de querer algo- es casi imposible hablar.

David Grossman es escritor israelí.

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