El cerco invisible
A lo largo de la última década, y de manera tal vez inconsciente, la opinión pública de nuestro país no sólo ha ido advirtiendo la amplitud del fenómeno migratorio, sino también forjando un subrepticio pero sólido consenso acerca de algo en apariencia tan ocioso como determinar qué es un inmigrante. Lejos de describir una realidad obvia e inmediata, hablar hoy de inmigrantes es hacerse involuntario portavoz de una sucesión de sobreentendidos y opciones ideológicas con las que, desde nuestro propio pasado, nuestra propia experiencia y hasta nuestros propios temores, hemos ido interpretando escenas cada vez más frecuentes en la vida cotidiana de los países prósperos. Inmigrantes son así las niñeras asiáticas que pasean criaturas por los parques, los trabajadores del Este subidos en los andamios, las prostitutas africanas junto a las farolas de no pocas ciudades y, por supuesto, esos hombres y mujeres con las ropas mojadas, sentados sobre la arena en las playas de Algeciras o Tarifa.
Menos de una década ha transcurrido desde que, en el lenguaje corriente de los españoles, el término inmigrante se impusiera al de emigrantes. Basta hojear los periódicos de entonces para comprobar la inseguridad con que se manejaba uno y otro, alternándose en el espacio de una misma información o un mismo discurso público. Al inclinarnos finalmente por el de inmigrante, los españoles nos instalamos de manera implícita en la perspectiva de quienes reciben extranjeros, renunciando entonces a la de quienes se ven forzados a abandonar su lugar de origen. Sin duda, esta opción obedecía a la realidad de que España se estaba convirtiendo en un país de acogida. Pero obedecía, además, a dos desafíos ideológicos del momento. Por un lado, hablar de inmigrantes y no de emigrantes reforzaba nuestra identidad europea, puesto que nos permitía contemplar, como los alemanes o los franceses, un fenómeno que, hasta bien entrado los sesenta, habíamos mirado como los marroquíes o los nigerianos de hoy. Por otro lado, hablar de inmigrantes y no de emigrantes nos permitía trazar una sutil pero tajante divisoria entre el éxodo de nuestros trabajadores y el que ahora llega a nuestras fronteras, borrando cuanto tuviesen en común.
Ahora bien, pese a haber adoptado el término inmigrante hace una década, la opinión pública española no ha logrado deshacerse todavía de la manera en que tiene interiorizada la posición internacional del país, de los sentimientos y complejos que ha albergado desde antiguo en relación con los diferentes vecinos. Eso es lo que explica que, a efectos de la percepción general, los trabajadores europeos instalados en nuestro país no sean considerados como parte de la misma categoría que incluye a los magrebíes o los africanos. Un carpintero francés, un albañil alemán o un recadero suizo serán así franceses, alemanes o suizos que trabajan, pero no inmigrantes. Para los portugueses, y quizá los griegos, la cualificación profesional resultará, en cambio, decisiva a la hora de contemplarlos de una manera o de otra. Y, por supuesto, si los niveles de renta son elevados, la condición de inmigrantes no sólo no conviene a los europeos, sino a ningún extranjero sea cual sea su país de procedencia. Esta especialización restrictiva del significado del término inmigrante, del que quedan excluidos los europeos y quienes gozan de ingresos altos, se está viendo acompañada en estos tiempos por una especialización de signo contrario, que permite ampliar la condición de inmigrante a quienes llegan a España no para trabajar, sino para delinquir. De este modo, un moldavo que huye de la justicia de su país y de la de Rumania y que destroza a una familia en Pozuelo no es visto como un delincuente internacional, sino como un inmigrante más, compartiendo rúbrica con una empleada doméstica o un temporero en El Ejido.
Si bien se mira, el perfil del que se está dotando a la figura del inmigrante guarda un parecido cada vez más pertubador con la de miembro de una casta. Ser inmigrante no es simplemente trabajar en un país extranjero; es cumplir unos requisitos tasados e implícitos en la calificación misma de inmigrante, que se convierte en un estigma bajo el que han de convivir quienes trabajan y quienes no trabajan, quienes tienen cualificación y quienes no la tienen, quienes son honestos y quienes roban y asesinan. Tan difícil como escapar al control de las fronteras geográficas es escapar a este cerco invisible, pero insalvable, en el que hoy se encuentran atrapados centenares de miles de personas.
José María Ridao es diplomático, autor de Contra la historia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.