Renovadas amistades
El acuerdo de amistad y cooperación firmado por Rusia y China, aunque venía gestándose desde hace tiempo, habría sido impensable algunos años atrás. Vladímir Putin, a diferencia de su errático predecesor, ha ido acercándose a Pekín desde el comienzo de su presidencia, y sus encuentros con el número uno, Jiang Zemin, han ido consolidando una aproximación común a medida que estaba claro que, con George Bush en la presidencia, Estados Unidos iniciaría un viraje sustancial hacia la unipolaridad en sus planteamientos de seguridad.
Lo que se conoce del pacto anuncia mayores vínculos económicos, de seguridad y culturales entre los dos países; pero resulta vago en lo que concierne a las garantías para conseguir los fines perseguidos. La leal colaboración que Moscú y Pekín se prometen durante los próximos 20 años debe ser bienvenida, sobre todo al recordar que el país más extenso de la Tierra y el más poblado, con enormes fronteras comunes y gran potencial nuclear, estuvieron cerca del enfrentamiento en 1969. El largo cisma entre los dos polos del movimiento comunista internacional, iniciado con la ruptura de Jruschov y Mao en 1960, sobrevivió a la llegada de Gorbachov al poder y al incipiente reformismo de Deng Xiaoping. Ahora, los dos Gobiernos señalan que carecen de contenciosos territoriales y Putin reafirma su apoyo sin fisuras a una sola China que incluye Taiwan y se dirige desde Pekín.
Zemin y Putin se han esforzado en destacar que el acuerdo queda lejos de cualquier alianza militar y no va dirigido contra terceros. Pero esta vuelta a empezar de los dos gigantescos vecinos, que todavía se miran con suspicacia, es un hijo evidente de la decisión estadounidense de erigir un paraguas antibalístico y dar por liquidado el tratado ABM, que Rusia y China siguen considerando capital. El pacto ruso-chino tiene mucho más que ver con el temor a la nueva formulación de la incontestable hegemonía de EE UU tras el final de la guerra fría que con la eventual sincronía entre dos sistemas distantes y distintos. Ni Moscú ni Pekín pueden evitar la supremacía atómica estadounidense, pero su compromiso señala una inequívoca intención de situarse como el otro polo ineludible de la seguridad mundial.
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