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Tribuna
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El entrenamiento, del romanticismo a la sofisticación

El ciclismo en ruta siempre ha sido un deporte algo cerrado a la ciencia del entrenamiento y a las ideas innovadoras, al menos hasta hace pocos años. Obviamente, los primeros participantes no sabían nada de entrenamiento interválico, pruebas de esfuerzo o ácido láctico. Su entrenamiento era tan romántico como era el Tour por aquella época. Y como lo eran ellos. De hecho, el primer gran escalador del Tour y vencedor de la prueba en 1906, René Pottier, se suicidó a los 28 años de edad víctima de un desengaño amoroso. Sin saber nada de entrenamiento ni de nutrición deportiva o de técnicas de recuperación, era capaz de subir el Balon d'Alsace (9,5 kilómetros al 6,3% de pendiente) a la nada despreciable velocidad media de 20 kilómetros por hora. Y eso, con las pesadas bicis y el rugoso asfalto de entonces.

Quizá fuera Antonin Magne, vencedor del Tour de 1931, el primer corredor científico o con un método de entrenamiento diseñado por él mismo. Sin saberlo, fue el inventor de las concentraciones en altura: al llegar mayo se aislaba en los Pirineos y recorría sus puertos una y otra vez hasta aprendérselos de memoria, igual que Lance Armstrong unos setenta años después. Hasta recurría, a su manera, a la psicología deportiva: todos los días se forzaba a arrastrar una pesada piedra por su jardín, para endurecer su voluntad. Lo que posiblemente no sabía Antonin Magne (y seguro que hubiera sentido sana envidia de haberlo sabido) es que en aquellos años treinta, y al otro lado del Atlántico, uno de los grandes maratonianos de la historia, Clarence de Mar, se sometía ya a exhaustivos estudios por fisiólogos de la Universidad de Harvard.

La verdadera revolución científica en el ciclismo no llegó hasta bien entrados los ochenta de la mano de médicos-preparadores italianos. Como el profesor Conconi, diseñador de un test de esfuerzo que lleva su nombre. En el mundillo del ciclista ya se empezaba a hablar de vatios, umbral anaerobio (la intensidad de ejercicio a partir de la cual el ácido láctico se acumula en la sangre), y de relación peso-potencia. Todos estos datos, obtenidos en pruebas de esfuerzo, se empezaban ya a utilizar para individualizar las cargas de entrenamiento de cada ciclista. En los años noventa, más modernización. El uso del famoso pulsómetro (sensor del ritmo cardiaco colocado alrededor del pecho) se generaliza en el pelotón: hay que conocer a qué intensidad de esfuerzo se entrena y se compite. Muchos ciclistas se llevan su ordenador personal a las carreras: por la tarde, en el hotel de turno, analizan su frecuencia cardiaca registrada durante cada etapa. Hacen sus algoritmos y sacan sus propias conclusiones.

El ciclismo es fuerza. Pura fuerza. Muchos corredores se someten a duras sesiones de gimnasio, incluso en plena temporada. Y del gimnasio a la bici, para transferir a la pedalada la fuerza adquirida con las pesas. O la fuerza también se puede entrenar específicamente en carretera: a subir los puertos con el 53 x 12, hasta caerse. Resultado: en el pelotón ya se mueven platos de 54 y piñones de 11 dientes, y muchos suben los puertos sentados y a golpe de pistón. Algunos, como LeMond y Ullrich unos años después, no se quedan finos hasta bien avanzada la temporada. Quizá se trate de un innovador entrenamiento de fuerza, llevando un lastre adicional en forma de kilogramos de grasa, que dará sus frutos al llegar el pico de forma, en pleno Tour de Francia.

Alejandro Lucía es fisiólogo de la Universidad Europea.

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