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Columna
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Justicia y razón patriótica

Josep Ramoneda

Hay quien todavía piensa que el tiempo de la resistencia no ha terminado. Sólo así se puede explicar la insólita actitud de un consejero de la Generalitat de manifestarse -con cánticos patrióticos incluidos- en la puerta de unos juzgados. Ocurrió en Tarragona. El protagonista fue Andreu Mas-Colell, comisionado de Universidades. El motivo, el juicio contra el rector de la Universidad Rovira i Virgili, Lluís Arola, por presunta prevaricación al tomar, supuestamenete, represalias contra la profesora Josefina Albert a raíz de un desacuerdo sobre el uso del castellano en la selectividad. No tengo nada que objetar a la presencia de diversos ciudadanos, libres de manifestarse donde quieran con tal de que no obstaculizaran el desarrollo del juicio. Tampoco a la de los rectores de otras universidades, sea por razones política, culturales o gremiales. El gremialismo es una de las enfermedades profesionales más extendidas. Pero la más elemental cultura democrática indica que un responsable del Ejecutivo no puede permitirse actos manifiestos de coacción al poder judicial. Y el Gobierno catalán es poder ejecutivo en Cataluña, por más que la política nacionalista busque la ambigüedad en todas partes, incluso en las relaciones con los otros poderes.

Se me dirá que el consejero ha hecho abiertamente lo que en otros muchos casos judiciales muchos gobiernos hacen subrepticiamente. O a través del fiscal general del Estado, como hemos visto tantas veces en España. No es ni siquiera un atenuante. La separación de poderes debería ser sagrada en democracia. Y un representante del poder ejecutivo sólo debería ir al juzgado como víctima de un delito o convocado por un juez para declarar como testigo o como imputado. Todo lo demás es excederse en sus funciones, rompiendo las líneas, a menudo invisibles, que separan la actitud democrática del comportamiento autoritario. Entiendo que el consejero no quiera manchas judiciales en la aplicación de las normas lingüísticas en el mundo universitario. Pero un acto de coacción de un poder sobre otro es impropio de las normas de conducta que deben regir las relaciones entre el poder ejecutivo y el legislativo. ¿Le parecería bien al consejero que un grupo de jueces se manifestara ante su despacho para pedir, por ejemplo, la resolución favorable de un concurso en el que participara un compañero suyo? Es preocupante la actitud de Mas-Colell y lo es también el escaso eco que el hecho ha tenido en la opinión catalana. ¿Será que la cultura de resistencia es todavía dominante?

Y sin embargo, los intentos de interferir en las razones de la justicia con las razones de Estado o las razones patrióticas es demasiado habitual en la democracia española. Mas-Colell podría ciertamente aducir que los gobiernos de Madrid no predican precisamente con el ejemplo. Y además gozan de un instrumento que no tiene el Gobierno catalán: la capacidad de indultar. Estos días, sin ir más lejos, se anuncia un inminente indulto para los cinco agentes condenados por las escuchas del Cesid. Un indulto concedido por un Gobierno del mismo color -el azul del PP- que el que indultó -parcialmente- a Barrionuevo y Vera o a Gómez de Liaño, para señalar algunos ejemplos de inequívoca motivación política. El indulto es un prerrogativa del poder ejecutivo que goza en general del prejuicio favorable del ciudadano probablemente porque, de modo inconsciente, todo el mundo entiende que algún día podría ser beneficiado. Y porque, a pesar de los miedos y las paranoias de la sociedad contemporánea, cogidos en frío los ciudadanos tenemos pocos enemigos a los que deseemos la cárcel. Pero el uso abusivo del indulto es una manifiesta intromisión del poder ejecutivo en el poder judicial que puede acabar socavando las competencias de los jueces y convertir al Gobierno en lo que no es, una especie de última instancia del poder judicial. Y el Gobierno del PP cuenta ya por miles sus indultos.

El indulto es una prerrogativa de origen predemocrático que viene a confirmar la convicción espontánea de todo gobernante: que el poder ejecutivo tiene cierta supremacía sobre los demás poderes, tanto sobre el judicial como sobre el legislativo, del que en cierto modo emana. El argumento es la generosidad del gobernante, que le permite ser caritativo -o incluso equitativo- donde la justicia puede haber sido demasiado rígida, poco sensible a la peripecia humana. El indulto tiene una dimensión de arbitrariedad que no hace más que reforzar la tendencia de todo Gobierno a actuar de modo discrecional. Con el fiscal general del Estado concebido como sumiso intérprete de la razón de Estado -o del interés propio de los gobernantes, que muchas veces es la elemental realidad que esconde este eufemismo- y el indulto como arma correctora de las razones de la justicia, ciertamente los gobiernos están sólidamente armados para manejar las decisiones del poder judicial. Si a ello añadimos el enorme poder de disuasión que tiene quien fija nombramientos y salarios, la realidad cotidiana de la separación de poderes queda descrita en sus reales y humanas proporciones.

Naturalmente, Andreu Mas-Colell puede argumentar que su Gobierno -que lo es de una comunidad autónoma, pero no de un Estado- está en clara inferioridad respecto a la capacidad de abuso legal que tiene el Gobierno español. ¿Hay que entender que esta realidad le legitima para actuar como manifestante ante la justicia? Su cuota de poder ejecutivo es la que corresponde según el sistema constitucional defendido y aprobado por el Gobierno del que forma parte. Con mucho o poco poder -bastante más de lo que el victimismo convergente nos querría hacer creer para eludir responsabilidades-, el consejero representa a un poder ejecutivo frente al poder judicial. Y no cabe la acción de protesta por su parte, salvo que entendamos que hasta convertir a la potencia nacional catalana en el acto que es un Estado propio podemos seguir considerándonos en situación de resistencia. Pero ésta no es la lógica que ha presidido el comportamiento de los gobiernos de Pujol y mucho menos su actual alianza con el PP. Estar en la calle y en el despacho oficial a la vez es difícil siempre, pero a veces además es, pese a los malos ejemplos que vienen de Madrid, democráticamente irresponsable. Por más que sea en nombre de la razón patriótica.

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