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GUIÑOS
Columna
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Alimentos eróticos

En la oferta de PhotoEspaña, este primer año de siglo XXI, han destacado de manera notable los aspectos documentalistas. Los artificios, retoques y otras licencias más atrevidas se han quedado en la trastienda del festival. La visión directa de la realidad ha brillado con mayor esplendor y ha ganado la apuesta de los aplausos, al menos en esta ocasión. Estos vaivenes, primero una tendencia o luego la otra, forman parte de la propia historia de la fotografía. Del Pictorialismo a la Nueva Objetividad y vuelta. Ahora toca una manera de presentar la realidad explicada por ella misma, definida por una utilización racional del aparato fotográfico y sus parámetros técnicos. Se reafirma el concepto de fotografía como una huella de materia y luz. Para no confundir al observador se buscan objetos claramente perceptibles, el atractivo se alcanza por la originalidad del tema y la aproximación a la belleza llega desde el punto de vista elegido entre todos los que permite la esfera ocular.

Con el interés puesto en esta línea de trabajo me fijado en el ejercicio icónico que desarrolla Mikel Alonso (Bilbao, 1950) para una próxima exposición. Ha dejado todos los artificios de lado; lo suyo es fotografía pura y su forma de realizarla consigue extraer de una variada lista de alimentos, de uso corriente y fáciles de encontrar en el mercado, las connotaciones eróticas más sutiles. La objetividad de sus tomas es irreversible, la subjetividad llega por si sola.

Mikel se hizo fotógrafo por tradición familiar. Su padre, Santiago Alonso, un riojano de la Sierra de Cameros, aprendió el oficio en Logroño con Domingo Fernández y un ambulante alemán que más tarde se instaló en Orense. Con el oficio aprendido, se instaló en la calle Dato de Vitoria. Bodas y bautizos era su rutina semanal; los domingos, con su cámara al hombro recorría los pueblos cercanos para retratar a los aldeanos. La guerra en el bando republicano y varios años de cárcel liquidaron el negocio en la capital alavesa. Para rehacer su vida se traslada a Bilbao e instala un pequeño establecimiento en la Ribera. Para ayudar a sacar el negocio adelante su mujer, Francisca Moral (Paca), aprende el oficio y se convierte en una buena retratista. El hijo, con pocas ganas de estudiar, comienza a trabajar con sus padres en la tienda con apenas catorce años. De hacer los recados pasó a retocar clichés y luego a realizar fotografías. Instalados entonces en Barakaldo, los clientes que mejor recuerda eran los inmigrantes. Acudían al estudio para hacerse una foto que enviaban al pueblo. Como testimonio de su bienestar posaban enseñando un billete de mil pesetas en el cinturón o alardeaban de un reloj recién comprado.

Después vinieron unos años de intensa militancia fotográfica para el periódico maoísta En lucha. En 1980 deja el negocio familiar y comienza su propia andadura. Se inclina por la publicidad y el reportaje. Comenzó por algunos folletos, luego unos catálogos, en definitiva todo lo que le ofrecían En un momento de su continuo trotar de aquí para allá con bolsa y objetivos, se interesa por los temas gastronómicos, siendo en la actualidad uno de sus mejores especialistas. Los libros de Karlos Argiñano o Juan Mari Arzak llevan sus fotos; también colabora para las revistas Gran Reserva, Club de Gourmets o Viandar.

Además de atender su obligaciones, para su nuevo ensayo se detiene en la fuerza que ofrece la geometría y el color de los alimentos con los que trabaja todos los días casi de manera mecánica. Fiel al concepto de la fotografía pura, observa con detenimiento los frutos de la naturaleza, aparentemente simples, pero, según su prisma óptico, con sugerencias eróticas. Son imágenes que recuerdan a las realizadas por Edward Weston a partir de 1930. Depuradas en su realización, con la ayuda de la iluminación en estudio y un formato grande de negativo, explota la majestuosidad de unas formas perfectas envueltas en sus propios límites. Así consigue transformarlas en magníficas metáforas sensuales.

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