Un problema de lindes
Nadie duda de la realidad constitucional sobre el derecho de huelga. Se trata de un derecho fundamental y como tal ha de tratarse, tanto a nivel formal como sustantivo. Pero surgen problemas porque se trata de un derecho 'de conquista' y 'agresivo' que, por utilizar un símil castrense, avanza o penetra en otros territorios con gran facilidad. De ahí que todo sea un problema de equilibrio entre el respeto, garantía y protección de este derecho fundamental con otros derechos también fundamentales.
En tal línea, la primera cuestión que se plantea es la conveniencia o no de una regulación positiva del derecho de huelga. Cuestión ésta que ha tenido en la mayoría de los países occidentales una respuesta negativa, en sede de ley, y con la importante excepción de Italia a través de la ley de 12 de junio de 1990. Pero la inexistencia de ley no significa la inexistencia de regulación por otras vías. Y no ya por lo que podríamos denominar 'código de responsabilidad de los agentes sociales', sino por la vía de la negociación colectiva y de la jurisprudencia. En otras palabras, la huelga, su ejercicio, no contiene elementos intrínsecos que hagan inviable o incluso no aconsejable su regulación. Como todos los derechos, es susceptible de regulación, en el bien entendido de que ello no debe implicar limitación, sino protección y garantía del mismo, por un lado, y por el otro, marca de sus lindes respecto de otros derechos. No podemos olvidar que el artículo 10 de nuestra Constitución consagra el 'respeto a los derechos de los demás' como fundamento del orden político y de la paz social.
¿Y cuáles han de ser las líneas básicas de la regulación del derecho? En primer lugar, una ley adecuada es la que compatibilice tales intereses de un modo armónico y será inadecuada la que se incline por unos o por otros, con una mayor atención o preferencia.
Nuestra norma vigente de 4 de marzo de 1977, a la luz de la trascendental sentencia del Tribunal Constitucional de abril de 1981, más que ser una norma inadecuada, ha sido una norma o mal interpretada o mal aplicada. Sobre todo en materia de mantenimiento de los servicios mínimos en las huelgas practicadas en servicios esenciales para la comunidad.
¿Y qué ha pasado en la práctica? Pues que, en muchas ocasiones, la fijación de los servicios mínimos ha sido desmesurada, no funcionando en el tiempo oportuno y justo esa tutela jurisdiccional. Pero, en otras muchas, los propios huelguistas se han erigido en juez y parte, fijando por su cuenta los servicios a cumplir o, pura y simplemente, no cumpliéndolos, por considerarlos abusivos. Y, finalmente, en otros muchos casos no se ha respetado el derecho de los no huelguistas a trabajar. Se ha forzado su voluntad.
Por otra parte, hay que regular con más realismo la actuación de los piquetes, ya que dejarlo sólo en el campo penal es un canto a Cartagena, según nos demuestra la práctica. Quizá la exigencia de responsabilidades civiles, o la declaración judicial en proceso de urgencia de ilegalidad de la huelga, por el funcionamiento ilegal de los piquetes, sea más útil. Hoy por hoy, en nuestro ordenamiento jurídico no puede un juez entrar a valorar la legalidad o ilegalidad de una huelga más que después de que haya sancionado el empresario. Y esto es algo que se puede revisar.
Todo ello nos debe llevar a un desencanto respecto a la taumaturgia de una ley sobre la huelga. Es preciso tener un marco normativo de referencia que, además de ser equilibrado, sea claro. Pero por encima de todo es preciso que se tenga, por todos los implicados en la huelga -empresarios, trabajadores, sindicatos y poderes públicos-, unas dosis de responsabilidad y de aceptación de la norma que lleven a su justo cumplimiento. Lo contrario son ganas de caminar por un sendero de leyes-florero.
¿Y todo ello se puede lograr con la autorregulación? Todo, entiendo que no. Lo adecuado parece ser que, primero, haya una norma que se dicte en el ejercicio de sus funciones por el poder legislativo, y que, segundo, tal norma deje amplios espacios a la autonomía colectiva. Pero ello no ha de entenderse como espacios de 'voluntarismo', sino de un mejor y más aceptado cumplimiento de la ley. En definitiva, una ley que fomente su aplicación por vías negociables, de modo que, sin ser una legge di ferro, tampoco llegue a ser una legge souflé (en palabras de Romagnoli).
Juan Antonio Sagardoy es catedrático de Derecho del Trabajo de la UCM.
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