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Columna
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Marcos y la sociedad civil global

La sociedad civil ha sido una de las categorías sociopolíticas de peor fortuna tanto en su decurso académico como en su utilización directamente política. Al destino de confusionismo y banalización al que, en nuestras sociedades mediáticas de masa, no escapa ninguna aportación conceptual y terminológica, ha venido a agregarse la condición de maquinaria guerrera contra el Estado que le ha asignado el conservadurismo neoliberal. Hoy, vacía y ubicua, es inutilizable a pesar de la extrema relevancia de la realidad que designa. La sustancia de que está hecha, a pesar de la multiplicidad y de la heterogeneidad de las formas que ha asumido a lo largo de los tres últimos siglos, surge siempre de una voluntad de resistencia frente a la opresión y a la injusticia y se constituye como un ámbito público de antagonismo, contestación, debate y concertación con los poderes dominantes.

Su enfrentamiento con los absolutismos monárquicos en los siglos XVIII y XIX y con las dictaduras estatalistas en el XX, en particular durante el deshielo soviético en los países de la Europa Central y Oriental, así como su obsesión por conquistar espacios de libertad, son su mejor credencial. Que deriva precisamente de aquellas características que convierten en sociedad civil lo que es solamente sociedad. Pues ¿qué es a estos efectos lo civil? ¿En qué consiste su civilidad? No, como con frecuencia se pretende, en los comportamientos individuales de sus miembros, ni en la preeminencia de la esfera de su vida personal, sino en la interacción social a que la común pertenencia a un mismo mundo de valores, vertebrados por una dimensión ética pública, empuja a los individuos y a los actores sociales que la forman. Lo propio de la civilidad no es, por tanto, la privacidad, sino la civicidad, es decir, la capacidad que tiene la sociedad civil para movilizar a sus actores, extramuros de la política formal, en defensa de su autonomía como actores, pero partiendo de la defensa de los valores que tienen en común. De aquí que pretender meter en el saco de la sociedad civil al Estado y a los suyos, conjuntamente con las organizaciones políticas y con las empresas, en un indigesto revoltillo con las asociaciones ciudadanas, no puede funcionar, como sostienen Alexander y el último John Keane, ni como modelo ideal ni como descripción empírica. Sólo inhibir las energías civiles de la sociedad y aumentar la confusión.

Máxime cuando la mundialización nos ha obligado a dar el salto a la sociedad civil global y cuando la ausencia de una verdadera comunidad política mundial la ha configurado como el único contrapoder posible frente a la coalición de las multinacionales y de los grandes Estados. Por ello hay que descalificar al radicalismo izquierdista superficial que la califica como simple gadget para ocupar el vacío dejado por el fin de la guerra fría, como operación de ocultamiento de la creciente occidentalización del mundo y como artilugio intelectual para dar estatuto científico a la dominación mundializadora. Frente a estas posturas infantiles hay que seguir al subcomandante Marcos, quien desde su selva, pero a la cabeza de los movimientos y de los actores sociales cada vez más numerosos, reclama otra mundialización, que en la larga entrevista que le ha hecho Ignacio Ramonet, publicada en España por Cibermundo y Le Monde Diplomatique, reivindica la sociedad civil global como la esfera pública mundial por antonomasia. El único espacio en el que cabe establecer una nueva Offentlichkeit habermasiana, pero agregándole la confrontación ética con los amos del mundo y aportándole la ambición kantiana de una paz universal y solidaria. Quienes se han manifestado en Barcelona y en Salzburgo, quienes se manifestarán en Génova son la voz de esa voluntad y de esa ambición. Que las provocaciones y los intentos de criminalización no lograrán acallar.

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