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Federalismo y Estado federal

Sin una idea relativamente clara de lo que significa el federalismo es imposible participar en el debate sobre el futuro de Europa. Todas las propuestas sobre la reforma institucional de la Unión Europea, que la prevista ampliación hace evidentemente necesaria, giran en torno a ese concepto: Federación, Federación de Estados, Federación Europea, Federación internacional o Federación supranacional son las distintas alternativas. Fuera de la idea de federación, sea ésta de uno u otro tipo, el funcionamiento de una Europa de 27 miembros resulta prácticamente inconcebible. Y puesto que en España las ideas sobre el federalismo están, por razones políticas, bastante confusas, convendría, quizás, que para participar en el debate europeo comenzásemos por precisarlas.

En su primera formulación moderna, la de Althusius, que data de 1603, el federalismo es la antítesis del orden político medieval: organizado éste de arriba abajo, el federalismo pretende exactamente lo contrario, la construcción del sistema político de abajo arriba. Para Althusius, la familia, el gremio, el municipio y la provincia aparecían como organizaciones necesarias entre el individuo y el Estado. Cada nivel superior quedaba constituido por la unidad voluntaria de las asociaciones de orden inferior, y era a través de ellas como podía llegar al individuo.

Un federalismo así entendido llevaba implícito el principio de subsidiariedad de cada nivel de organización con respecto a los niveles inferiores: el gremio venía a cumplir funciones que la familia no puede cumplir por sí sola; el municipio, funciones que quedan fuera del alcance de la familia y el gremio, y así sucesivamente hasta llegar al Estado. Por otra parte, el pacto (foedus) entre unidades del mismo nivel era un requisito imprescindible para crear una unidad de tipo superior a la que aquéllas cedían, sólo, determinadas competencias, quedando las no cedidas (restantes, o residuales) en manos de cada una de las unidades que habían decidido asociarse. Esta visión del federalismo está todavía presente en el siglo XIX y en ella se inspiran, en mayor o menor medida, los Estados federales que en dicho siglo se crean por unión de Estados preexistentes. Y ésa es la corriente de pensamiento en la que se inscriben el federalismo de Proudhom y el de Pi y Margall.

Sin embargo, en el ámbito del Estado, los elementos característicos de aquel tipo de federalismo acabarán perdiendo su sentido con el paso del tiempo. Por distintos procedimientos, y a medida que las guerras, el desarrollo de la economía, o el creciente intervencionismo del Estado así lo requieren, se irán reduciendo progresivamente las competencias de los Estados miembros, y aumentando paralelamente los poderes de la Federación. Por otra parte, la idea de democracia va a dejar sin sentido los fundamentos pactistas del Estado federal. Una Constitución democrática, aunque sea federal, ya no se puede fundamentar en un pacto entre Estados, sino que se legitima, exclusivamente, por la ratificación del pueblo soberano.

Estado federal ya no significa en parte alguna Estado compuesto de Estados, más que, si acaso, en un sentido puramente semántico. A una estructura federal se puede llegar hoy, bien por federación de Estados preexistentes que deciden unirse en un único Estado, bien por federalización de un Estado que hasta entonces no hubiese tenido esa estructura. Por una u otra vía, la forma de combinar la centralización con la descentralización no es nunca fruto de un diseño apriorístico, o un supuesto modelo, sino la respuesta a una concreta circunstancia histórica, política y social, distinta en cada caso. Por eso, de hecho, el adjetivo 'federal' no significa lo mismo en el artículo 1 de la Constitución suiza que en el 2 de la Constitución austriaca, o en el 20 de la Constitución alemana.

Así las cosas, ni existe ni puede existir un concepto de Estado federal capaz de dar razón de la actual variedad de formas. El 'tipo' de Estado federal sólo se puede definir por los elementos estructurales comunes a los distintos países que así se autoorganizan. Y entre los expertos en la materia hay acuerdo en que el 'mínimo institucional', o definitorio, se concreta en cinco características básicas, que podrían sintetizarse aquí del siguiente modo:

1. Existencia de organizaciones de base territorial con competencias no sólo administrativas, sino también legislativas y de dirección política.

2. Distribución de los recursos financieros acorde con el reparto de las funciones estatales.

3. Participación de los entes políticos territoriales en una Segunda Cámara del Parlamento Central y en la ejecución de las leyes de éste.

4. Garantía de que las bases del sistema no pueden ser alteradas por ley ordinaria.

5. Mecanismo judicial para la solución de los conflictos que deriven de esa particular estructura.

España es, por consiguiente, un Estado tan federal como cualquier otro de los Estados federales que hoy en el mundo existen. Así lo vengo afirmando desde 1985 (El Estado unitario-federal) y esto es lo que ha venido a decir, en los años siguientes, la mayoría de los iuspublicistas españoles. La Constitución de 1978 sólo puso los mimbres, el cesto de la organización territorial de Estado se fue haciendo después, de forma gradual, con la aprobación de los distintos Estatutos de Autonomía. Pero una vez éstos aprobados (los últimos, hace ahora aproximadamente 18 años), la forma de organización territorial del Estado español resultó ser sustancialmente idéntica a la de cualquier otro Estado federal. Desde fuera de nuestro país nadie pone tampoco en duda que el nuestro sea, de hecho, un Estado federal. Así, por ejemplo, en la obra que la Universidad La Sapienza, de Roma, ha editado recientemente con el expresivo título Quale, dei tanti federalismi?, el modelo federal español se analiza después del modelo de los Estados Unidos, y antes del belga, el suizo, el alemán o el austriaco. Desde luego, nuestro Estado federal no es perfecto, pero ¿algún otro lo es?

A diferencia de lo que ocurre en el ámbito científico, en el de la política, y, por supuesto, en el de la opinión pública española, el tema federal ha sido hasta ahora un tema tabú. Desde el fracaso, en el siglo XIX, de la Primera República y de su proyecto federal, 'federalismo' permanece en la memoria histórica del pueblo español como sinónimo de desorden, de anarquía, de cantonalismo y de riesgo de desintegración del Estado. Y es por ese motivo por el que los pocos políticos de este país que se atreven a hablar del tema lo hacen siempre con extraordinaria cautela y remitiendo sus propuestas a un futuro más o menos lejano y en todo caso incierto. Por otra parte, el temor de los partidos nacionalistas a que el federalismo pudiera servir a algunos de pretexto para buscar la homogeneidad de las Comunidades Autónomas tampoco facilita ahora las cosas. Pero, guste o no guste, Europa nos obliga a hablar de federalismo, y nos obliga, además, a dotar al federalismo de un sentido nuevo, acorde con las necesidades de los tiempos que corren.

La Unión Europea no puede convertirse en un Estado porque faltan los presupuestos necesarios para un grado tan fuerte de integración política, pero la Unión de 27 Estados necesita una estructura federal capaz de compensar políticamente la lógica del mercado. El Tratado de Niza no resuelve los problemas de una Unión ampliada, pero la integración no espera. La unidad monetaria está a la vuelta de la esquina y, si no hay nadie que lo impida o lo corrija, será la propia dinámica del mercado único y de la unión monetaria la que irá imponiendo las formas concretas de actuar que eviten su fracaso. La ausencia de debate y de decisiones políticas sobre la necesaria reforma institucional no detiene la integración, simplemente la deja en manos del mercado. Tiene razón, por eso, Jürgen Habermas cuando afirma que, después de la renuncia a la soberanía monetaria y la institución de un mercado común, los Estados de la Unión Europea sólo pueden renunciar a su ulterior unión política si están dispuestos a embarcarse para un largo viaje en el paradigma económico neoliberal.

Ahora bien, desde el Estado social y democrático de Derecho que los españoles nos dimos en 1978 no se puede asistir en silencio al trasvase de soberanía estatal a órganos e instituciones que, hoy por hoy, ni son democráticamente controlables, ni asumen la responsabilidad de esa política social que el Estado tiene cada vez menos medios para llevar a cabo. Europa necesita una auténtica unión política. Los representantes gubernamentales de los futuros 27 Estados miembros deberán estar más vinculados a sus respectivos Parlamentos de lo que hasta hoy lo están los miembros del Consejo. Pero no basta ni mucho menos con eso. Construir el futuro de una Unión Europea democrática va a exigir, además de solidaridad, un enorme esfuerzo de imaginación.

Para pensar la arquitectura del futuro federalismo europeo, el recordar los aciertos y errores de nuestra experiencia de 18 años como Estado federal puede sernos de gran utilidad. Y pensando en las necesarias reformas de nuestro Estado federal, la participación en el debate sobre el futuro de la Unión Europea resulta, simplemente, inexcusable. En el fondo, en Europa y en España necesitamos algo muy parecido: una forma de división del poder político que sirva de garantía y al mismo tiempo de cauce de integración al pluralismo de unos pueblos que defienden su propia identidad, pero viven políticamente juntos. Por lo demás, en las actuales circunstancias poco se puede decir ya del futuro del federalismo español que no guarde una estrecha relación con el futuro del federalismo europeo.

José Juan González Encinar es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Alcalá de Henares.

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