Rocinante
Madrid tiene relaciones esquivas con los caballos. De hecho, el hipódromo de La Zarzuela no existe actualmente en el mundo de la equitación. En el siglo XIX hubo aquí dos caballos de mucho temperamento, el de Pavía y el de Espartero. El primero irrumpió a galope en el Congreso de los Diputados, provocando el pánico en sus señorías y el pueblo soberano; el otro, como todo el mundo sospecha, se hizo famoso por sus testículos. Durante el siglo XX pasaron por el hemiciclo de la carrera de San Jerónimo muchos animales, numerosas bestias y algunas heroínas. Éstas últimas, a pesar de su aparente relación con el caballo, siempre lograron mantenerse al margen de movidas esperpénticas.
Los vecinos de esta villa tenemos el privilegio de ser testigos de algo realmente solípedo: en los inicios del siglo XXI, un jamelgo perplejo y enjuto, pero gracioso, se coló esta semana en las Cortes por motivos estrictamente parlamentarios. Se llama Rocinante, y lo sacó a colación de forma circunfleja un Zapatero de León que pretende poner horma a la pata izquierda de este bicho llamado España. Ya están todos los asesores, con las garras afiladas, preparando discursos varios, pero, como siempre, se corre el sinuoso peligro de onanismo, es decir, palabras de paja para dar pasto a titulares. A pesar de lo cual, es buena la ocasión para enfangarse en la prosa de este genial complutense universal que, sin dejar de ser manco, le puso mano a toda la narrativa moderna.
En 2005 se cumplen 400 años de la primera edición del Quijote, por obra de dos madrileños muy lúcidos, el librero y editor Robles y el impresor Juan de la Cuesta. Eso quiere decir que, justo hace cuatro siglos, Miguel de Cervantes estaba aquí, a la temprana edad de 58 años, pasándolas moradas, negociando los ducados de cada pliego de su obra, bregando con burócratas de la época e intentando conseguir el favor del duque de Béjar. Esto es un aviso a nuevas generaciones de creadores literarios: no os hagáis ilusiones vanas, colegas. En la portada de la primera edición de El Quijote está escrito: Spero lucem post tenebras, es decir, 'espero que me reconozcan tras la muerte'.
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