_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El subsuelo de las vacas de colores

Al regreso del viaje ya me estaban esperando los exámenes. Ellos representan el lado gris de mi profesión: la decepción al confirmar el escaso fruto de mi trabajo. Qué poco han aprovechado estos chicos mi ausencia. Podría haber dado la vuelta al mundo y no habrían obtenido mejores resultados. Menos mal que, de seguido, llegan las vacaciones.

Un amigo me ha dicho que esto está tan aburrido que se ha descubierto a sí mismo con horror recorriendo escaparates. Debe ser el mono de la campaña electoral. A la vista de la crudeza de la euskal realpolitik, me estoy quitando de los recientes ardores épicos, mediante un cursillo intensivo de epicureismo: 'Hacer principio del placer y la despreocupación del dolor, logrados dentro de una vida digna'. O sea, es estupendo aburrirse al sol y mirar tiendas, sin sufrir por el agujero negro que ha dejado en mi cuenta el permiso sin sueldo. En uno de estos paseos me he topado con las vacas. Cientos de vacas coloradas, azules y a cuadros, leyendo el periódico o paciendo en los jardines de Bilbao. A la gente le han caído bien las vacas. Todo un ejemplo de saber estar, luminosas y llenas de color, despreocupadas de vivir amenazadas por algunos cerebros espongiformes.

Pasaba el otro día por los jardines de Albia, un sitio especialmente adecuado para vacas, porque ahí se encuentra la estatua más apacible de Bilbao, la del bardo Trueba sentado en su banco del parque. Cerca de él, las vacas se dejaban querer por niños y transeúntes. En frente, el Palacio de Justicia y la sede del PNV rivalizaban en demostrar quién tiene la ikurriña más grande. A ese ambiente bucólico se sumaron un grupo de jóvenes, para montar una representación de torturas con unos muñecos que traían. Las escenas de maldad humana sobre aquellos muñecos sanguinolentos, me trajeron a la mente recuerdos de otros tiempos. De niña en Francia, en las historias de la ocupación escuchadas a mis padres y en las noticias de la guerra de Argelia. Más tarde, ya en España, los sucesos más próximos en los finales del franquismo. Entonces, de la tortura sólo se hablaba en voz muy baja, por miedo a acabar uno mismo torturado. Desde luego, no se representaba en público en una tarde de verano.

Cuando concluyó el drama, los jóvenes montaron los muñecos torturados en una furgoneta y se fueron de chiquiteo sin molestarse en limpiar la sangre de titanlux. Trueba permaneció en su banco sin inmutarse. Los paseantes continuaron su paseo. Hasta las ikurriñas siguieron ondeando apaciblemente en sus mástiles. Sólo las vacas se pusieron a rumiar sobre la triste condición de sus congéneres de látex. Me pareció ver un destello de compasión en su mirada, pues no olvidemos que ellas también son de plástico y el titanlux forma parte de su identidad.

Hallándome en estos pensamientos divisé a un viejo amigo. Últimamente mis amigos se pasean en familia, incrementada en uno o dos parientes. Mientras besaba a Koldo, saludé sobre su hombro a Iván, que venía unos metros atrás. Esto de que te puedan matar juntos, une mucho. Iván ha sido antes policía del subsuelo y nos contó que el Ensanche de Bilbao, justo donde estábamos, es muy bonito por debajo. No hay este bullicio; todo es más silencioso y auténtico. Contra lo que pudiera creerse, este Bilbao subterráneo es espacioso y tiene luz, aunque sea artificial. Pero a pesar de su aparente tranquilidad, allí abajo tampoco debes descuidarte, porque te puedes encontrar con alguien y no sabes si se trata de un colega de otro cuerpo o de uno de los malos que traen un paquete destinado a los de arriba.

Como en un cuento de las mil y una noches, cuando estás perdida en el desierto, encuentras en el suelo una argolla semicubierta por la arena; y, al tirar de ella, te abres paso a un mundo subterráneo con más riquezas y más vida que el mundo exterior. Koldo me ha sacado del ensueño: 'Esto no es un desierto; aquí hay vacas'. E Iván, más profesional: 'Me río yo de las vacas de colores'. Dicho lo cual, se ha despedido, para volver a colocarse en su posición habitual a unos metros de distancia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_