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Columna
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Reclutas remotos

El Ejército ha reclutado a doscientos hijos de emigrantes españoles en Latinoamérica para que sirvan en nuestras filas. La falta de vocaciones militares entre los naturales del país parece que obliga a adoptar estas medidas tan extremas. De momento, los muchachos (y muchachas) que han respondido a la llamada ya han cruzado el gran charco. Tienen doble nacionalidad (no sabemos si doble lealtad constitucional) y eso nos permite convertirlos en reclutas.

Algún experto (bien provisto de gráficos sobre descensos en la natalidad, descensos en el reclutamiento y descensos, acaso, en el espíritu patriótico) podría explicar la inaplazable necesidad de esta medida, pero no por ello deja de tener algo de inquietante. Hay que presumir que los chicos que se enrolen en el Ejército, venidos de tan lejos, esperan de este país alguna forma de promoción personal que no han encontrado en el suyo. Supone bordear peligrosamente la condición de mercenario.

Por nuestra parte el planteamiento es aún más claro: razonablemente, queremos que alguien nos defienda, pero a poder ser que no sean nuestros hijos. A veces la acomodaticia civilización occidental se parece demasiado a la Roma del Imperio tardío, cuando los ciudadanos de la urbe contrataban tribus bárbaras para que les defendieran de otras tribus más bárbaras aún. Al final, en Roma, este montaje escapista no puede decirse que trajera excelentes resultados. Quizás en las escuelas de Secundaria se sigan explicando las razones, aunque tampoco hay que confiar tanto en la vastedad de la información que se recibe ahora en las aulas.

En cualquier caso, el nuevo nicho de reclutamiento sugiere algunas reflexiones. El Tercer Mundo se ha convertido en la única amenaza real con que cuenta Occidente. Si eran de temer los misiles rusos, qué no decir de hambrientas masas que esperan su momento, al otro lado del Estrecho, para asaltar nuestros supermercados. Quizás los estados de Europa mantienen sus ejércitos, veladamente, con el solo fin de conjurar esa amenaza.

A lo mejor los latinoamericanos que venimos reclutando se conviertan con el tiempo en lo mismo que fueron los godos para los antiguos romanos: carne de cañón para combatir contra los hunos. Así como ellos buscaban bárbaros de perfil medio para defenderse de bárbaros totales, nosotros buscamos pobres que protejan nuestras fronteras de otras gentes más pobres todavía. Y es lógico que no tengamos tiempo para dedicarlo a la defensa: bastante ocupados estamos con comprar un adosado lo más cerca de la costa.

La dura realidad de un mundo globalizado está confirmando la diferenciación de clases desde un nuevo punto de vista: el geográfico. Europa va uniformizando sus conquistas de prosperidad mientras que otros países se hunden cada vez más en la miseria. Al final, gozar de cierto pasaporte (por ejemplo, el de Bélgica) comporta cierto estatus, mientras que gozar de algún otro (por ejemplo, el de Somalia) supone otro muy distinto. No hay que confiar en que cualquier mozambiqueño tenga acceso a todos los productos que nosotros, tontamente, compramos sin cuidado en El Corte Inglés o en Eroski.

Algunos latinoamericanos han entrado en el Ejército español, pero acaso lo que buscan de verdad es entrar en nuestra sociedad de consumo. De momento cuentan con un sueldo, un sueldo que entre nosotros, a pesar de los índices de paro, no parece suficiente. Hace poco, algunos de los marineros peruanos que trasiegan en los pesqueros vascos y gallegos se preguntaban por qué aquí los jóvenes no querían ya hacerse a la mar. La respuesta es muy sencilla: porque no habían nacido en un arrabal de Lima.

No sé si tenemos suerte por nacer donde hemos nacido. Lo que está claro es que tenemos mucha cara. Para el trabajo sucio nos traemos inmigrantes, pero siempre que su acceso sea controlado. Lo justo para cubrir necesidades inmediatas: la pesca de la merluza o las veleidades castrenses de los sargentos chusqueros. Pronto encontraremos nuevos trabajos pesados para ellos.

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