Aceras como cárceles
Forjado en su oficio a la sombra de Abbas Kiarostami -que deslumbró a las pantallas de Occidente hace una década con el extraño y súbito surgimiento del nuevo cine iraní-, Jafar Panahi hizo en 1995 y 1997 El globo blanco y El espejo, dos cálidas, vivas y formalmente muy audaces obras de aprendizaje que, tras triunfar en los festivales de Cannes y Locarno, abrieron camino a El círculo, su tercera, y ya dominada, humilde, magistral película, que ganó entre aclamaciones el León de Oro del último Festival de Venecia.
El rescate por Pahani de una gama extraordinariamente rica y precisa de acordes y signos expresivos de la vida urbana actual; su casi mágica capacidad para hacernos entrar, sin más equipaje que la libertad de mirada, en los ámbitos escénicos del cine de acera y en ellos cazar al vuelo el alma de sus fugaces personajes pobladores con una cámara viva y penetrante, que maneja con soltura, y sin solución de continuidad, complejos signos trágicos y ágiles zonas abiertas de fortísimo poder documental, son algunas de las singularidades que sitúan la obra de este cineasta persa en una de las puntas más avanzadas del movimiento de recuperación de la pasión realista, que se mueve cada día con mayor poder de contagio en las zonas más libres del cine de ahora.
EL CÍRCULO
Director: Jafar Panahi. Intérpretes: Fereshteh Sadr Orafai, Maryam Parvi Almani, Nargess Mamizadeh, Elham Saboktakin, Monir Arab, Fatemeh Naghavi, Mojgan Faramarzi. Género: drama. Irán, 2000. Duración: 90 minutos.
Narra -o, más exactamente, representa, pues hay ritualidad escénica, aroma litúrgico oculto en el hondo tempo secuencial que elabora- Jafar Pahani en El círculo, con el empuje sagrado y el aroma de incomparable delicadeza que la posesión de verdad imprime siempre en la imagen, el doloroso y sofocante cerco, la cárcel social que ahoga a unas mujeres atrapadas en el Irán islámico, teologal. Nos hace su cámara entrar -sin adherencia ideológica alguna, sin sermonear con ideas hechas, mostrando sólo situaciones y personajes, actos y comportamientos- en la aterradora dinámica de un callejón sin salida, que desemboca bruscamente en otro callejón sin salida, y éste en otro, hasta que un último atolladero se funde con el primero y el círculo, o el cerco, de un infierno cotidiano se cierra sobre su punto de arranque.
En este desolador itinerario sin destino sobre las aceras de Teherán, media docena de geniales actrices, unas sacadas por Pahani de esas aceras y otras procedentes de los laboratorios escondidos, semiclandestinos del cine y el teatro libres de la ciudad, trenzan una delicada, y a ráfagas sublime, representación no enfática, de estirpe estoica, lacónica, casi callada, de cuatro infames esquinas de la humillación y la opresión del ser humano. No hay allí opresores evidentes, no hay malos con rostro en esta serena y estremecedora zambullida de una mirada libre dentro de las tripas de la abominable abstracción jurídica que niega a un ser humano el derecho a poseer identidad propia, carencia que el clero carcelero reinante en Irán impone a las mujeres que no tienen padre o marido que les dé su identidad.
El círculo que redondean los itinerarios de estas mujeres que flotan, sin existir jurídicamente, a la deriva sobre las aceras de una Teherán indiferente a su destino, es un acto de grave y alta inteligencia fraternal, bañado en el sosiego y el equilibrio. No hay nada desmedido en la representación de esta atrocidad. Nada se sale de esa regla de oro de la elegancia cinematográfica que es la huida del subrayado y del engolado artificio del patetismo. Todo cuanto discurre por la pantalla se mueve empujado por la suave energía del conocimiento, de la conciencia de una verdad compleja y oscura que de pronto se ilumina, hecha evidencia.
Babelia
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