Para no despertar
En estas reseñas periodísticas contamos lo que pasa en torno, lo que aconteció en otro tiempo, lo que le ocurre a los demás, las historias e historietas de la ciudad y, cuando el tema se vuelve esquivo, lo que sucede en los círculos más íntimos. Así llegamos a saber de la vida de los colegas que cuelgan sus cuitas de la escarpia en esta columna, como antaño las comentábamos en las tertulias de los cafés, que para eso estaban.
Antes de desollar vivo a un poeta por la calidad de sus versos, era frecuente hacerle un implacable e irresponsable sondeo malintencionado -otro no se estilaba- acerca de sus orígenes, legitimidad de los progenitores, certificación del paso por el seminario -algo que siempre se imputaba, a reserva de otros más turbios descubrimientos-. Cualquier aberración era posible en las oscuridades provincianas.
En los años siguientes a la guerra civil, la vida de los intelectuales y afines se desarrollaba, como es sabido, en los cafés, herencia de todo un siglo inmediato. Si alguien cree que la política o sus derivados eran el tema preferente de la discusión o la controversia, está equivocado, al menos tal es mi vivo recuerdo. Mientras hubo dos zonas en conflicto, las historias se simplificaron mucho. En la roja o republicana -donde no estuve-, varias decenas, centenares de funcionarios, periodistas, poetas, dramaturgos, pintores y músicos estuvieron algún momento detrás del único cañón que bombardeó el Cuartel de la Montaña, casi los mismos que asaltaban, con frecuencia, el Alcázar de Toledo. Del otro lado, una muchedumbre equivalente defendió, hasta la última gota de sangre de los que murieron, el mismo cuartel de Rosales, cruzaron las líneas y se apostaron en los pasos de Somosierra.
La persistente jactancia virtual duró poco, y lo que con mayor frecuencia se comprobaba en el Café Gijón era la abultada nómina de quienes habían trabajado en La Barraca e interpretado algún papel en Yerma. Claro que esto se decía torciendo algo la boca, al estilo de Richard Widmark.
Había que creerse bajo palabra, con la esperanza en que la devastación guerrera hubiese terminado con archivos y registros. Hasta que llegó la amnistía y la amortización de las heroicidades, porque a todos empezó a importarles un comino lo que pudo haber pasado, fue o no fue. Tragedias personales, hambre, carencias, parecen acompañar a los conflictos armados.
De lo que de verdad se hablaba en los cafés madrileños de aquella época era de poesía, de teatro, de los magros premios literarios -confinados en los juegos florales-, del favoritismo, los plagios, el estreno en el Español o el María Guerrero, la exposición de fulano, el concierto de mengano. Y de los enredos heterosexuales, sabrosamente relamidos, o las entradas y salidas del armario, comentadas con mayor normalidad de lo que se pretende hacer creer. Se han solapado cosas poco admisibles, cuando Umbral, con su despreocupación característica, dice que en Burgos y en Salamanca se bebía whisky: de hacerlo alguien en todo el país sólo podrían ser el duque de Alba, Álvarez del Vayo, notorio anglófilo, o el marqués de Portago, un refinado dandi.
Personas que no habían nacido aún, gente extranjera, testigos pendulares, atestaciones interesadas, calumnias y panegíricos han conformado el gran mural de nuestra historia, sobre el que vivimos recostados, donde no cabe la perspectiva ni es posible destilar un neutral término medio. Si fuera nuestra la tradición del soldado desconocido, lo encontraríamos con tres brazos, una sola pierna, cuatro cráneos agujereados y sin columna vertebral.
Escritores galardonados y celebrados -a título póstumo, no faltaría más-, como la difunta Carmen Martín Gaite y otros muchos, han dejado abundantes descripciones de lo que fueron nuestros hábitos, y no queda otro remedio que aceptar la clonación como la supervivencia de la especie, descartados los normales métodos de la reproducción biológica, al parecer proscritos por decreto.
Historias para no despertar, o no querer hacerlo, aunque estaría bien que alguien decidiera de una vez cuál fue el final de aquellos tres largos años de nunca acabar, lo que no se deduce de la mayoría de los libros dedicados al asunto. Sería deseable que las cosas estuvieran tan claras como en las Navas de Tolosa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.