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Columna
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La Universidad, entre el Estado y el mercado

Emilio Lamo de Espinosa

Si bien es evidente la necesidad de revisar la Ley de Reforma Universitaria de 1983, no lo es tanto hacerlo con una ley nueva, como la propuesta Ley de Universidades. Asentado ya el marco constitucional, que se desarrolló entonces, las expectativas que genera una nueva ley reabren debates superados de distribución de competencias entre universidades, comunidades autónomas y Gobierno central. Quizás hubiera sido más acertado un plan de mejora de la calidad de las universidades del que, inevitablemente, tendrían que deducirse reformas importantes de la ley del 83. Como acaba de señalar la OCDE, frente a una media de gasto universitario por alumno/año de 9.063 dólares, en España gastamos 5.038, de modo que puede que las universidades sean corporativistas, pero ciertamente no son caras ni parecen estar mal administradas. Lo que la universidad parece necesitar, más que leyes, es programas bien financiados que generen incentivos en la mejora de la calidad.

El riesgo del procedimiento seguido es que, como suele ocurrir en materia universitaria, el número y la vehemencia de los actores, intérpretes y opinantes genera una algarabía poco coherente (y eso que aún no conocemos las disposiciones transitorias). Así, no parece razonable que las universidades critiquen la nueva ley porque otorga mayores competencias a las comunidades (lo que un prestigioso rector ha llamado 'zaplanear' las universidades) mientras que los consejeros de Educación se quejan de que les resta competencias y atenta contra los Estatutos. Si alguien no gana con la nueva ley es el ministerio, y puesto que estamos ante un juego de suma cero, no puede ser que las dos 'autonomías' pierdan al tiempo. Como tampoco parece coherente que si unos y otros perciben una mayor intervención pública en la vida universitaria los estudiantes aleguen, por el contrario, que se privatiza la universidad. Al final todos están en contra, pero por razones contradictorias.

Lo que esto parece indicar es la necesidad de mayor sosiego. La ley, larga y prolija en ocasiones, plantea muchos temas discutibles y algunos acertados. Me limitaré hoy a señalar uno de cada lado, el primero sobre las competencias respectivas. Los constituyentes quisieron dejar fuera del marco de las CCAA dos instituciones importantes, la justicia y las universidades, y para ello las dotaron de un régimen peculiar. El fundamento de la autonomía universitaria está en la libertad de la ciencia (de la que deriva la de cátedra) que abarca materias de carácter académico (docente e investigador). Por supuesto no alcanza a la definición de objetivos políticos (como creación de nuevas enseñanzas), al marco presupuestario y menos aún a la rendición pública de cuentas, la famosa accountability. Con buen criterio, el ministerio ha iniciado ahora el camino de separar los mecanismos de toma de decisión política de los de toma de decisión académica, quizás incluso atribuyéndolos a órganos distintos (Consejo Social y Junta de Gobierno), lo que parece sensato. Pensemos que sin esa saludable separación, por ejemplo, la Universidad del País Vasco sería hoy otro 'espacio liberado'.

En todo caso, una lectura de la ley hace temer que le podría ocurrir algo similar a lo que ya aconteció con la del 83, a saber, que si a consecuencia del juego de los tres poderes públicos hay 'poco' Estado o control público, también hay poco mercado y competencia. Dada la diversidad de controles, el supuesto de una accountability pública tiene serias limitaciones. Es por ello razonable confiar más en el mercado, que se manifiesta a través de la demanda de enseñanza, de titulados y de investigación. El distrito único fue un paso importante y en la misma línea la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación, que acertadamente establece la nueva ley, debería ser reforzada. La experiencia de muchos países (Estados Unidos, el primero) donde una agencia similar acredita centros, elabora ranking y ofrece información a la sociedad, ha sido muy positiva. Y nótese que eso no es privatizar la enseñanza, que debe seguir siendo fundamentalmente pública; es sólo confiar en que el consumidor informado sabe mejor que nadie lo que le interesa, un supuesto bastante poco revolucionario.

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