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Columna
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¿Muchnik o Steiner?

Los he reunido casualmente en mi mesilla. Pero no por casualidad son simplemente antitéticos. Se trata de dos libros autobiográficos. Uno es de un editor hospitalario con sus amigos, que antes que fraile quiso ser físico y también fotógrafo. El otro, no. El otro es un crítico de literatura poseído por su magisterio, al que dedica su vida. Ambos son apasionados. Uno habla de lo que le ha ocurrido, el otro, de lo que piensa. Uno, de la vida; el otro, ¿también de la vida? Seguramente.

Sobre mi mesilla están los libros de Mario Muchnik, Banco de pruebas. Memorias de trabajo, y de George Steiner (Premio Príncipe de Asturias 2001), Errata. El examen de una vida (una lectura que 'viene de fuera', que diría Gil de Biedma). Uno, lo busqué; el otro me lo impuse. Pero, una vez leídos, ambos me seducen a su manera. Aunque es cierto que son cosas bien distintas.

Representan, el uno y el otro, dos modos, dos maneras de estar en la vida (y en la imaginación de los hombres). Dos maneras que, de tan repetidas en los papeles, resultan literarias (continuación de la vida por otros medios o ¿su impostura?). El uno se sabe comprometido con la existencia, con un mundo turbio pero pletórico. El otro, distante, analítico, resulta impecable, perfecto, pero deshumanizado.

Así resultan también ambos libros. El mismo George Steiner nos da la clave en su Errata al contraponer la obra de Jean Racine, el dramaturgo del clasicismo francés más celebrado aún hoy, con la de Shakespeare. Steiner lo ve bien, muy bien (después de todo, es el analista). Racine busca la esencia, dice, a través de la contención y la sobriedad. Shakespeare, no: es pródigo, abierto, fluido, como un torrente, un vendaval de vida. Racine logra la armonía estilística, el artificio absoluto, alejándose de la condición natural, híbrida, del hombre. Shakespeare, por el contrario, puede ser desigual, confuso, inferior a sí mismo, pero, sobre todo, resulta capaz de representar el mundo, de captar el latido a la existencia misma. Shakespeare rebosa vida, Racine la sublima en una frase.

Tal vez sea tiempo de decir que el editor Mario Muchnick confiesa no haber leído La divina comedia de Dante, ser un mal y voraz lector, y haber congeniado con Canetti (autor de Auto de fe, precisamente) y con Chatwin. Decir que sigue teniendo un cerrado acento porteño, que es judío laico, y que es (o fue) amigo de Ernesto Sábato, Italo Calvino, Julio Cortázar o Alberti (y, menos, de María Asunción, última esposa de éste, o de Pere Gimferrer). Y que, a pesar de ello -esto lo digo yo-, admira a Kafka.

Esta dualidad entre el vivir y el observar (actor y voyeur), entre plétora vital y perfección formal, entre la vida misma -siempre imperfecta- y la excelencia propia del analista -que esteriliza la vida-, ha ocupado la imaginación de varias generaciones. El mundo desordenado, poseído por el impetuoso torbellino de la vida del Nobel Isaac B. Singer, por ejemplo, ha sido con frecuencia contrapuesto al genio defensivo frente a la vida y la amenaza del mundo real de personajes como K. (Kafka) o el doctor Kien (Canetti).

Se ha contrapuesto Balzac a Flaubert (lector de mil quinientos libros para documentar su última e inacabada obra), Günter Grass a Peter Handke. Decía Claudio Magris que el continente mitteleuropeo (la tierra interior, seca, austera; la cultura alemana y centroeuropea) resulta analítico, mientras que el mar (Ulises; el Mediterráneo griego, abierto e imaginativo) es épico. También aquí, Bernardo Atxaga ha dedicado un cuento a ese tema (Esteban Werfell).

En mi mesilla, de todos modos, caben ambos libros: tanto el de Muchnik como el de Steiner (según el día). Y no es muy grande. Será que algo tenemos todos de actores, y, también de voyeurs. Al menos uno lo tiene.

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