Operación Gandhi en la Castellana
1.500 trabajadores de Sintel se preparan para pasar el verano en el 'campamento de la esperanza', que ya tiene hasta piscina
'Esto me ha dado la vida; he conocido muchos amigos. Cuando acabe, me buscaré amores nuevos', dice Asunción Berrocal, de 71 años, la abuela del campamento de la esperanza de Sintel, situado desde el 29 de enero en un lateral del paseo de la Castellana. Tiene un piso en Ciudad Lineal, donde vive sola y al que acude a dormir cada noche. Cuando murió su marido, hace tres años y medio, dejó de salir de casa, enclaustrándose en los recuerdos. Ahora ha descubierto una excusa para vivir y luchar. Asunción hace ganchillo en medio de un corro de amigas que intercambian novedades. Se emociona al hablar de sus dos hijos, ambos empleados de Sintel. 'El otro día, uno de mis chicos me mostró una moneda de veinte duros que llevaba en el bolsillo y me dijo: '¿No ves, mamá, cómo aún me sobra?'
'Creo que tenemos ganada la calle, pero los bolsillos están vacíos', subraya Esther
Asunción acude a la manifestación diaria que desciende la Castellana en dirección al Ministerio de Trabajo. Porta su cartón en el que arremete contra Telefónica (propietaria de Sintel hasta que la vendió en 1996 a Jorge Mas Canosa, líder anticastrista y ultraconservador cubano) y contra el Gobierno. Sintel declaró suspensión de pagos hace un año y sus trabajadores llevan desde entonces sin cobrar. Asunción comparte penas y esperanzas y come del rancho de las casetas del campamento: callos con garbanzos en Madrid, cocido en Extremadura, paella en Valencia o truchas del río Cares.
Dinero no falta en el campamento de la esperanza. Cada uno de sus 1.500 habitantes cuesta 350 pesetas diarias en comida. Se financia con la caja de resistencia y las donaciones, que son muchas: algunas, del extranjero; otras, de la acera de al lado, de las limpiadoras del Ministerio de Ciencia y Tecnología, de los trabajadores de Telefónica de Madrid, que esta semana entregaron 7.440.000 pesetas, o de un empresario del valle del Jerte que regaló un camión de cerezas.
Las carencias más graves están en la retaguardia, en las familias. Esther Aguirre, empleada de Sintel desde hace 20 años, anhela saber qué piensa la gente de ellos. Explica cómo en el metro los operarios no les dejan pagar, y relata otras muestras de solidaridad. 'Yo creo que tenemos ganada la calle, pero los bolsillos están vacíos'. Ella, su marido Ángel -en Sintel desde hace 23 años- y muchos de los que tienen residencia en la capital pasan la jornada en la Castellana. 'Me siento mejor aquí que en casa'. Es una frase que se repite en cada chamizo. En el hogar están la soledad, las preguntas de los hijos y los problemas; en el campamento, la compañía de los que pasan el mismo trago. 'Las facturas nos llegan a nosotras, somos las que más sufrimos', dice Esther.
La caseta de León es una de las más populares. Se come bien y la gente es dicharachera. Lupicinio Reguera es el líder de una cuadrilla de amigos que se hacen llamar los Racones, un término de la minería de León. Reguera parece duro; habla con voz de trueno y mantiene el ánimo de los demás. Su biografía le avala: hijo de El Lobo, un maquis leonés. 'Cuando iba al colegio, todos los niños presumían de padres con medallas que habían ganado la guerra y yo me preguntaba por qué mi padre la había perdido. En mi casa aprendimos el precio de luchar por algo que es justo'. Un tío de Lupicinio, El Gorete, fue el último maquis en entregarse a la Guardia Civil. 'En 1977 bajó del monte y se fue al cuartelillo. Se creía una leyenda, pero, al llegar al puesto, el sargento le dijo sin darle importancia: 'Está bien, deje su arma y váyase a casa'. Reguera desgrana anécdotas de posguerra con cierto regusto melancólico; está convencido de que ésta es su última gran batalla y de que el resultado final será otro.
Los Racones tienen casi de todo: mesa de pimpón dividida con una burda telilla que envuelve las bolsas de naranjas, un patio para comer al aire libre, frigorífico, televisor y ventilador. 'La gente nos regala aparatos que no funcionan y nosotros los reparamos; era nuestro trabajo en Sintel, arreglar. Hemos instalado la red semiautomática de España y las torretas de los móviles. Una nevera es mucho más fácil', dicen.
'Esto se ha convertido en una batalla psicológica', afirma Adolfo Jiménez, presidente del comité intercentros y alcalde de esta ciudad nacida en un operativo cuasi militar en la madrugada del 29 de enero, y al que dieron un nombre en clave: Operación Gandhi. 'El PP creyó que íbamos a aguantar una semana, pero estamos en condiciones de acampar dos años'. La reunión del viernes pasado con representantes del Gobierno fue un fracaso. Ahora diseñan planes para la canícula. 'Tenemos listas de voluntarios que se han ofrecido a venir al campamento y permitirnos descansar por turnos', afirma Jiménez. 'Traeremos a los hijos'. Para combatir el calor cuentan ya con una piscina de cinco metros de diámetro que se abastece de agua del Canal de Isabel II -'y necesitamos otra, porque somos muchos', comentan- y se disponen también a abrir una terraza de copas y a impartir cursos de verano.
En la caseta de Valencia -el campamento copia la división provincial de Sintel-, seis hombres descargan tablas y postes. En unas horas han elevado el techo tres metros. 'Es para combatir la solana'. Jiménez bromea: 'Ahora sí que nos van a llamar la atención'. En la de Extremadura recuerdan divertidos cómo se les acercó, en febrero, una pareja de municipales para exigirles la licencia de obras. 'Les enviamos a tratar con nuestro concejal de Urbanismo'.
La ocupación matinal (compra en Mercamadrid y Makro, limpieza y aseo, preparativos para la comida y obras de mejora) es una forma de terapia de grupo. 'Inventamos actividades para que nadie esté ocioso', explica Jiménez. A las 10.30 arranca la manifestación diaria al Ministerio de Trabajo; allí, miembros del comité desgranan las novedades y leen comunicados de apoyo y una revista de prensa. El fin es mantener la cohesión y la moral alta de un grupo en el que algunos reclaman acciones más contundentes. 'Costó convencer a todos de que la mejor solución era la protesta pacífica. Podíamos haber dejado incomunicado al país; nosotros colocamos las líneas de teléfono, por eso sabemos cómo hacerlo', advierte Jiménez. 'Siempre nos han dicho que la violencia no conduce a nada; ahora tenemos la oportunidad de comprobar a qué conduce el diálogo y la protesta tranquila'.
No hay datos médicos, pero la mayoría de estas mujeres sufren depresiones y estrés. Mery González, que estuvo en la catedral de la Almudena 81 días, tuvo una crisis de ansiedad durante el encierro. 'El Samur me llevó al hospital Doce de Octubre y allí los médicos me saltaron la lista de espera al saber que era una mujer de Sintel. Me trataron de maravilla. El problema fue al regresar a la catedral: el taxista equivocó la dirección y me llevó al cementerio de la Almudena'.
Durante la noche los trabajadores de Sintel montan guardia para proteger el campamento. Hay imaginarias como en la mili para velar por la seguridad. Las noches de viernes y sábados son las más peligrosas. 'Se acercan coches con niñatos, pasan por el carril-bus, tocan la bocina para despertarnos o nos insultan: '¡Rojos, iros de aquí, a trabajar de una vez!'
Tras un invierno lluvioso se enfrentan ahora al calor de Madrid. En febrero, el Gobierno planeó la toma del campamento cuando éste aún no se había metamorfoseado en un poblado. En Interior lo llamaron Operación Amanecer. Pero alguien de dentro de la policía les filtró la noticia y los de Sintel movilizaron a 2.000 personas para desactivar el ataque. Pasado el peligro, Sintel no baja la guardia: saben que agosto es un mes idóneo para un asalto, lejos de los focos informativos. 'Estamos preparados para resistir; de aquí sólo nos sacarán con un acuerdo o con los pies por delante', sentencia Jiménez; 'luchamos por algo muy sencillo: la dignidad'.
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