El discreto encanto del liberalismo
El gran pensador liberal austriaco Ludwig von Mises se oponía a que hubiera partidos políticos que se llamaran 'liberales', argumentando que el liberalismo no debía ser un programa de gobierno, y mucho menos una ideología, sino una cultura, una suma de valores y principios generales universalmente aceptados, que alimentara las ideas y proyectos diversos, y aun contradictorios, de las fuerzas políticas de una democracia. Éste era, según él, el camino del progreso y la civilización. Es una lástima que el autor de La acción humana ya no sea de este mundo, porque le hubiera dado una gran alegría comprobar que su sueño se ha hecho realidad por lo menos en un país, Gran Bretaña, en tanto que otros van siguiéndole los pasos.
La aplastante, y, por cierto, muy merecida victoria de Tony Blair y el Partido Laborista en las elecciones del 7 de junio en el Reino Unido es un triunfo de la opción que representaba mejor la doctrina liberal, en una sociedad en la que, en los últimos años, ha tenido lugar una extraordinaria mudanza ideológica. Para entenderla a cabalidad, hay que olvidarse de las etiquetas con que se presentan los partidos, pues ellas, en vez de informarnos sobre lo que son y defienden, como ocurría antaño, han pasado a ser máscaras, disfraces de su verdadera identidad actual. El Partido Conservador de Margaret Thatcher, que derrotó al gobierno socialista y tomó el poder en 1979, aplicó un programa de reformas radicales de la más genuina estirpe liberal, que revolucionó de raíz la sociedad británica: provatizaciones masivas, guerra a muerte a la inflación, recorte drástico del gasto público, transferencia a la sociedad civil de funciones y deberes que había expropiado la burocracia, un audaz programa de diseminación de la propiedad privada entre los sectores que no tenían acceso a ella. Esas reformas que, por supuesto, tuvieron un precio alto, atajaron la declinación económica del Reino Unido y al cabo de unos años duros, de mucho sacrificio, le devolvieron un dinamismo y competitividad gracias a los cuales es, ahora, la cuarta potencia industrial del planeta.
Para llevar a cabo aquella revolución liberal, la señora Thatcher debió revolucionar a su propio partido, que, en los setenta, era conservador en el peor sentido de la palabra: anticuado, tradicionalista, mercantilista y proclive al intervencionismo estatal en la economía. Ella impulsó en su seno una política de meritocracia que removió a fondo la composición clásica del partido, apartando a la cúpula elitista, llevando a su dirigencia militantes de extracción popular y ganando para él a inmemoriales votantes laboristas. En los años en que la Dama de Hierro gobernó, aunque se siguiera llamando conservador, su partido fue el más liberal entre las fuerzas políticas del Reino Unido, más liberal que los socialistas, desde luego, pero también que el llamado Partido Liberal, a menudo refractario a las medidas modernizadoras del gobierno.
Otra consecuencia afortunada para Gran Bretaña de las reformas de la Thatcher, fue la transformación que ellas precipitaron en el interior del Partido Laborista, que, de manera algo tímida en los años de Kinnock, y acelerada cuando Tony Blair y su equipo tomaron el control del partido, fue arrumbando la ideología socialista y adoptando, disimulada por razones tácticas bajo el disfraz de social democracia, y, últimamente, de una fantaseosa Tercera Vía, una agenda inequívocamente liberal. Sin esa evolución el laborismo probablemente no hubiera llegado nunca al poder, y, en todo caso, de llegar y aplicar su viejo programa, el Reino Unido no hubiera alcanzado jamás la recuperación que ahora luce. Por eso, tuvo mucha razón el semanario The Economist, insobornable defensor de la libertad económica y el mercado, en llamar a Tony Blair 'el mejor discípulo de Margaret Thatcher' y en endosar a los laboristas en la última elección en vez de los conservadores. Así lo hicieron, también, dos diarios de derecha: The Times y The Financial Times.
Mientras, en estos últimos años, el Partido Laborista, bajo la dirección de Blair, dejaba de ser socialista y se volvía liberal, el Partido Conservador, víctima de varios traumas en su liderazgo -la caída de Margaret Thatcher, el periodo Major y la ascensión de William Hague- seguía una trayectoria inversa: iba echando por la borda los principios e ideales liberales, y replegándose en un conservadurismo de vuelo corto y bastante retrógrado, impregnado de nacionalismo, de rechazo a Europa y una verdadera obsesión anti-euro, con esporádicos tintes de xenofobia y hasta de racismo en su política contra la inmigración (William Hague llegó a sugerir que se encerara a los ilegales en campos de concentración). No sólo el partido, bajo la mediocre conducción primero de Major y luego de Hague, involucionó de esta manera. La propia Margaret Thatcher padeció una regresión semejante, hasta el extremo de haberse convertido, en sus patéticas intervenciones en la reciente campaña electoral, en una caricatura de sí misma. Ya casi nadie recuerda -y menos que nadie los gacetilleros que se ensañan con ella- que esta anciana tremebunda, prehistórica, que despotrica contra la Unión Europea como si se tratara de un nuevo Atila, fulmina el multiculturalismo, considera una desgracia que en Estados Unidos el español sea reconocido también como lengua oficial, y sostiene que sólo el mundo anglosajón es verdaderamente democrático, lideró en los años ochenta una de las más audaces reformas políticas y económicas de la historia moderna, de inmensa repercusión en todo el globo. Es una lástima que la señora Thatcher, después de su injusta defenestración por una conjura de los Brutus de su Partido, no se quedara callada. En todo caso, al retirarle su apoyo y castigar en esta elección al Partido Conservador como lo ha hecho, votando masivamente por Tony Blair y los suyos el electorado británico ha mostrado una fidelidad a aquellos postulados liberales que fueron los del gobierno conservador de los años ochenta, a los que la actual dirección del Partido Conservador ha vuelto la espalda. Para recuperar lo que han perdido, los tories tendrán, luego de la previsible caída de William Hague y su posible reemplazo por Michael Portillo -que viene haciendo hábiles esfuerzos para correrse hacia el centro- que volver a aquellos ideales, o su alejamiento del gobierno será largo. Si el Partido Conservador se enquista en su reaccionarismo actual, podría incluso hacerse realidad aquello que se ha propuesto Charles Kennedy: que los liberal-demócratas se conviertan en el primer partido de la oposición a Blair.
Al tomar el poder, en 1997, Tony Blair no atenuó ni abolió una sola de las grandes reformas liberales de la señora Thatcher. Por el contrario, las profundizó y las extendió. Fue simbólico que una de sus primeras medidas consistiera en garantizar, mediante ley, la independencia del Banco Central, con lo que puso fin a la antigua costumbre de los gobiernos socialistas de desbocarse en el gasto público, provocando inflación. La política macroeconómica fue todavía más ortodoxa que la de los conservadores, de una disciplina fiscal estricta. Los impuestos siguen siendo los más bajos de Europa, y el apoyo a la empresa privada, como motor del desarrollo, axioma del gobierno. Ello explica el formidable crecimiento del mercado de trabajo; el desempleo, que se halla en la actualidad en un 3 y medio por ciento, es uno de los más bajos del mundo. Las privatizaciones han continuado, y en el programa electoral de estas elecciones, el Partido Laborista anuncia que, para las reformas de la educación y la salud pública, se propone incorporar al capital privado, ya que los recursos públicos son insuficientes para la inversión que aquéllas requieren. Aunque estos, y otros servicios públicos, como el transporte, muestran aún serias deficiencias, lo cierto es que, gracias a la política moderna con que los laboristas han manejado la economía, las condiciones de vida en Gran Bretaña han ido mejorando en todos los estratos de la sociedad, aunque haya todavía amplios sectores a los que este progreso llega con cuentagotas o no llega.
El Partido Liberal-demócrata, que también ha aumentado en estas elecciones su número de escaños, y que tiene un líder joven, inteligente y de enorme simpatía -Charles Kennedy- es, contrariamente a lo que su etiqueta indica, bastante menos liberal ahora que el laborista. Con muy buen sentido de la oportunidad, viendo que los conservadores se movían hacia la extrema derecha, y los socialistas hacia el centro derecha, Kennedy ha virado a los liberal-demócratas hacia el centro izquierda. Su programa se opone a continuar con las privatizaciones y anuncia una subida de los impuestos para costear la mejora de la seguridad social y las escuelas públicas, instituciones a las que quiere amurallar contra toda participación del capital privado. Por eso, varios sindicatos que aún mantienen una militancia política activa -pocos, pues el sindicalismo, al perder los lazos orgánicos con el Partido Laborista se ha despolitizado mucho- en esta elección abandonaron su tradicional compromiso con el laborismo para apoyar, a veces de manera estridente y otras discreta, a los liberal-demócratas.
¿Qué resulta de todo esto? Que la cultura política de la sociedad británica, en treinta años, ha experimentado una transformación fundamental. Hoy es, básicamente, liberal, como quería von Mises. El apoyo a la democracia tuvo siempre en este país un consenso amplísimo, en todo el espectro político, pero la idea de democracia vigente ya no es la misma que en el año fronterizo de 1979. Entonces, para el laborismo, y buen número de conservadores, la democracia sólo podía realizar la justicia social a través de la acción poderosa de un Estado interventor, que, administrando un vasto sector industrial y los servicios públicos básicos, y garantizando mediante el sistema tributario de redistribución social del ingreso, impedía las excesivas disparidades y frenaba los excesos del capital. El Partido Laboralista de Tony Blair, y con él la inmensa mayoría de la opinión pública, cree siempre en la justicia, desde luego, pero ya no piensa que ésta sea una prerrogativa que dispensan los Estados, sino una aspiración y un logro que compromete al conjunto de la sociedad. También, que la justicia, sin el progreso económico, es, para los más, poco menos que un fuego fatuo. Y que el progreso económico no resulta de un Estado grande y una sociedad civil pequeña, sino, más bien, de un Estado limitado y eficaz y una sociedad civil potente, a la que un régimen de libertades y de competencia abre múltiples oportunidades y dinamiza, induciéndola a crear riqueza. Esta concepción de la democracia como una alianza irrompible de libertad económica y libertad política, cuenta hoy día con un consenso que da a la sociedad británica su envidiable estabilidad e impulsa un progreso que el gobierno ahora confirmado con tan rotundo mandato debería asegurar en los años venideros.
No sólo la mejora de los servicios públicos es la tarea más urgente que Tony Blair tiene por delante. Asimismo, resolver la espinosa cuestión del ingreso de Gran Bretaña a la moneda común europea. Como, según las encuestas, hay una mayoría clara opuesta al euro, éste es un tema que los laboristas -pese a que buena parte de los dirigentes, empezando por Blair, son favorables a la moneda común- han tratado todos estos años con extrema prudencia y evasivas. Pero, gracias al Partido Conservador, que hizo de su oposición al euro el principal estribillo de la campaña (¡Salvemos a la libra esterlina!), se les ha facilitado considerablemente la tarea. Tony Blair se vio obligado a hacer explícita su disposición favorable al ingreso británico en el euro y esto no mermó en nada su popularidad. De modo que, con el mandato recibido, es casi seguro que con su resuelto apoyo a esta opción, ella gane el referéndum que ha prometido en los primeros dos años de su nuevo gobierno. La incorporación de Gran Bretaña a la moneda común será muy útil a la sociedad británica, pero acaso más a la Unión Europea, a la que no le vendrán mal algunas lecciones de la excelente política monetaria inglesa, uno de los factores claves de la buena salud económica de Gran Bretaña. Además, la desaparición de la libra esterlina será un excelente antídoto contra esos peligrosos brotes de nacionalismo y chovinismo que, de un tiempo a esta parte, afean su vida política.
©Mario Vargas Llosa, 2001. ©Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2001.
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