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Reportaje:

La Bienal en versión fallera

Pecados y virtudes de las artes toman la escena de un monumento fallero en clave de teatro móvil

De fondo, el blanco ya afeado del ejercicio creativo de Calatrava llamado Museo Príncipe Felipe. De frente, una galería inevitablemente distante por el obstáculo insalvable de uno de los estanques de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Ahí está plantà una composición a modo de teatro de quita y pon en el que se escenifica con fina ironía la comunión entre las artes y los pecados que las definen. Es, en realidad, una falla inspirada en las que poblaban las esquinas de Valencia en la década de los años veinte. Es, de veras, un ejercicio concebido en un mes, ingeniado artísticamente por Sigfrido Martín Begué, modelado en el taller de Manolo Martín y convertido en real alegoría por Ferran Martín -quien el próximo viernes inaugura exposición en Nueva York y entre tanto practica un performance que juega con el espacio y las identidades por las calles de Valencia-, Xavier Montsalvatje y Óscar Mora, entre otros, y con la documentación de Antonio Ariño.

Sobre la tarima, o sea el escenario, una bailarina de puntillas imposibles y ataviada con mallas propias de la huerta representa El lago de las alcachofas, una singular combinación entre la supuesta exquisitez cultural y el elemento rústico. La música de fondo la pone un hombre orquesta con una viola por corsé y un piano a modo de falda de vuelo. Y completa el primer plano de la representación un arquitecto que casi levita sobre los peldaños de su propio ego.

Por la estructura que soporta el teatrillo se asoman el presidente de la Generalitat, Eduardo Zaplana, el Consejero de Cultura, Manuel Tarancón, y subsecretaria de Promoción Cultural, Consuelo Ciscar. En los tres, como en el resto de las figuras, es común una boca a modo de bocina por la que se pregona Valencia por el mundo entero, en esta ocasión bajo el pretexto de la Bienal. Alrededor de la reminiscencia de un pretérito teatro popular se sitúa el diseñador de moda -que ya no practica la técnica de patronaje del Burda sino que consigue convertir a Mondrian o a Miró en traje de alta costura- y que en lugar de hilo, agujas y dedales garabatea con paleta de pintor.

La literatura, montada en todoterreno, camina en apariencia ajena a las nuevas tecnologías, cegada por la inspiración y obviando el netaismo. El pintor minucioso, el Tío Pepe, sobrevive con la inequívoca referencia del toro de Obsborne. Cerca de él, de una cómoda de cajones desajustados y asimétricos se escapan, o se esconden, los guiones y fantasías del cine, entre el espectáculo hollywoodiense de más taquilla y el chirriante cine de autor. Atentos al celuloide el autómata parlante crecido en la carta de ajuste y el tenor castrato entre divo emplumado y arleqín itinerante.

Eso es lo que se ve en la Falla de la Bienal de Valencia, pensada para ser transportada -de hecho viajará probablemente a Cuba y Buenos Aires y arderá en un destino indeterminado- y concebida para retratar convivencias bien y mal soportadas entre disciplinas artísticas, sobre algunas de las cuales planea la duda de la razón que las hace llamarse artísticas.

La parte más alta de la falla, en el frontis del teatrillo, es una grupa valenciana que no escatima en detalles -Ángela Moura, responsable del atrezzo, ha hecho para la ocasión las joyas de rigor- custodiada por las Torres de Serranos o la barraca a lo Blasco Ibáñez.

Las bambalinas, o tal vez tramoya, se dividen entre la institución y la academia. De obligado protocolo era referirse -aunque no fuera propio de los teatrillos y rompa con la estética- a las autoridades competentes: un lado dedicado a los rectores de las universidades de la Comunidad y otro a la orla de la promoción que ha dado a luz la I Bienal de Valencia, desde la ministra Pilar del Castillo a la alcaldesa Rita Barberá. La función va a comenzar.

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