Crítica de la autocrítica
Con la que está cayendo, suenan a música celestial algunos de los reproches con que algunas personas están haciéndoles la autocrítica a quienes apostaron por la alternancia en Euskadi. ¿Era tan descabellado sostener que poner fin al ventajismo nacionalista constituía una exigencia democrática? Al hacerlo, ¿estaban chantajeando moralmente al electorado? Desde mucho antes de Lizarra, el nacionalismo viene planteando que para acabar con la violencia hay que dar satisfacción a su programa. El 'Plan de Paz' presentado por el PNV en 1978, que se confundía con su programa de entonces, contenía 15 puntos (desde el bilingüismo a la reivindicación de policía propia) cuyo cumplimiento no acercó la paz. Luego se la hizo depender de un Concierto satisfactorio, de que la Ertzaintza tuviera competencias antiterroristas, de que se completasen las transferencias en discusión, y tampoco.
Desde Lizarra el mensaje es que en cuanto el Gobierno reconozca la autodeterminación, ETA pliega, y que, por ello, es urgente un acuerdo para superar el marco autonómico en un sentido soberanista; es decir, que los no nacionalistas avalen en una mesa de diálogo unos cambios que acerquen el nacionalismo a su programa máximo. Eso sí que es desplegar una estrategia de interés particular aprovechando el terrorismo. Si ETA pliega, bien; y si no, queda el consuelo de los avances en la construcción nacional, porque nadie va a sugerir devolver lo conquistado. Quienes piensen que acabar con ese ventajismo no es una exigencia democrática, tendrán que argumentarlo. Mientras no lo hagan, sus críticas seguirán sonando a hueco.
A los socialistas de Redondo también les están haciendo la autocrítica. Desde fuera y desde dentro. Los argumentos internos podrían sintetizarse en que si bien el acercamiento al PP fue inevitable, porque a unos y otros los matan como a conejos, la alianza favorecía la estrategia de la derecha (ganar votos en España con su política agresiva en Euskadi), mientras que era un lastre electoral para el PSE. Es un argumento discutible. Es cierto que la asociación con el PP puede haber sido un factor desmovilizador en localidades con tradición socialista, como las de la Margen Izquierda (así se deduce del análisis de F. Llera en la revista Claves de este mes), pero, en cambio, ha sido en Álava, el territorio en el que ha existido un mayor entendimiento con el PP, donde los socialistas han obtenido sus mejores resultados.
Además, es posible que sin la apuesta por una alternativa constitucionalista, el PSE hubiera seguido perdiendo votos hacia el PP entre las clases medias de las ciudades. Es ese sector social (que dio la victoria a Felipe en 1982 y la mayoría a Aznar en 2000) el que Zapatero trata de recuperar con iniciativas como su reforma fiscal. En Euskadi, ese sector fue el principal protagonista de la rebelión cívica de Ermua contra el chantaje terrorista y el ventajismo nacionalista. El PSE pudo haber encauzado políticamente aquella rebelión, pero no lo hizo y el vacío fue llenado por organizaciones cívicas caracterizadas por la presencia de veteranos del antifranquismo. Es defendible la idea de que, en el contexto de fuerte polarización existente, la apuesta de Redondo por la alternativa constitucionalista (a la que abrió paso el Pacto Antiterrorista impulsado por Zapatero) fue el factor que impidió el hundimiento del PSE. No se trata, por tanto, de que el PP haya marcado la línea a los socialistas, sino de que ambos partidos supieron captar el latido social en favor de la alternancia: un mensaje asumido por 580.128 vascos.
En la Euskadi actual resulta irónico invocar los riesgos de pactar con la derecha y considerar normal hacerlo con un partido como el que dirige Arzalluz. Pero, además, en una situación en la que se mata a la gente por sus ideas, lo que se defendía no era un programa de partido, sino algo anterior a la política: unos valores y unos derechos cívicos (como el de figurar en listas electorales de formaciones no nacionalistas) sin los que es un sarcasmo hablar de democracia.
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