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Columna
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Mentiras

Dicen que las mentiras son pecados y que a veces nos condenan a que nuestros amigos nos retiren la palabra, pero cómo negarse a mentir cuando de ese modo decimos mucho más de nosotros mismos que con la verdad, esa cosa tautológica y vana. En la mentira, como en todo, existen escalas: desde el ejercicio marrullero y miserable que se practica con el solo objeto de esquilmar unas monedas al prójimo, hasta la mentira artística y exquisita, cuya grandeza estriba en su gratuidad. De todos los pecados, seguramente ningún otro precise de tanta cantidad de inteligencia, de talento. En la celebérrima Historia Interminable, Michael Ende sostiene que cada falsedad mata una parte del mundo, pero a mí me parece que produce el efecto perfectamente inverso: va ampliando la realidad hasta atacarla de obesidad, hasta hacerla salirse de sus cinchas. Me pregunto por el motivo que impulsaba a tantos viajeros medievales a inventar monstruos, países y ciudades para que quedaran grabados en los libros; gracias a aquellos proverbiales embusteros nuestro universo es más amplio y cuenta con dragones, sirenas, salamandras y esas criaturas incatalogables que son la anfisbena o la manticora. Hay mentiras rastreras, ciertamente, pero otras que nos vuelven mejores personas, engrandecen nuestra alma haciéndola sobrepasar los límites de este escueto cuerpo nuestro. Decir la verdad siempre es una pedantería, afirma Borges en una entrevista que me gusta pasar por el vídeo una vez y otra: una pedantería por no decir que una pobreza.

Leo con una oscura complacencia que un sevillano llamado Toboja ha sido detenido en Puerto Rico por hacerse pasar por sacerdote y celebrar a diestro y siniestro bodas y bautizos. Los juzgados de Sevilla lo reclaman por estafar a dos o tres hermandades de Valencina, Estepa y Arcos de la Frontera, y el arzobispo de San Juan le atribuye 77 misas espurias, tres bodas, dos bautizos y varias confesiones. El móvil de la impostura, por lo que explican los periódicos, parece ser la intención de arramblar con los donativos que se siguen de todas estas celebraciones: pero me resulta imposible no detectar algo grandioso, ambiguo, estético en todas sus obras. Se me ocurre que un vulgar ladrón posee la elemental prudencia que le da el oficio y huye del lugar del crimen una vez que ha sacado la tajada necesaria. Sin embargo, Toboja regresa una vez y otra a la iglesia y da la misa, y predica, y consagra, y casa muchachos, y se sienta en el confesionario a escuchar a las viejas. No me sorprendería nada que hubiera encabezado alguna procesión o que celebrase novenas. No se trataba de un mero estafador, sino de un impostor en el sentido más alto y delicado del adjetivo: sólo tenemos que imaginar el espectro de sus pensamientos en los momentos en que voceaba en el púlpito o daba la absolución a un adolescente. A lo que parece, Toboja es un sujeto ilustrado, consciente de su valía, incluso intelectual; licenciado en Bellas Artes, ha colaborado en ocasiones en la prensa sevillana con estudios sobre el imaginero Castrillo Lastrucci: no cualquier actor puede aprenderse la liturgia de la misa y ponerla en práctica de modo solvente. Creo que él estaría de acuerdo con aquella frase del Dorian Grey de Wilde, según la cual el teatro resulta mejor que la vida porque es mucho más real y más auténtico.

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