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Columna
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Prosa sublime

'Sí, pero es que Fulanito... ¡tiene una prosa!..., ¡qué prosa', me dice una señora amiga con ojos extraviados cuando le comento con todo tacto que, en mi opinión, la novela de Fulanito 'quizá no es exactamente una novela de fuste'. Me sucede a menudo y no soy yo el que saca la conversación, más bien me lo comentan como esperando una corroboración sobre tal o cual novela y, cuando tuerzo el gesto, apelan a la prosa. '¡Qué prosa!', dicen como si se chuparan los dedos uno a uno después de un copioso festín.

Ese comentario me remite a otro, también bastante frecuente: 'Sí, la novela no es gran cosa, pero está maravillosamente escrita'. Ésta sí que es para mí una afirmación incomprensible. ¿Cómo puede estar bien algo que no está bien? Las novelas que están bien, están bien escritas, y las que no están bien, tampoco están bien escritas. Yo comprendo que esto de escribir la gente a veces lo confunda con probarse palabras a ver cuál le queda a uno más mona, pero sospecho que es una deformación profesional española, y lo fundamento en que, en España, de toda la vida se ha apreciado mucho más un gesto que una idea, una frase que un pensamiento. Es muy español el arrobo ante el orador ilustre -antaño- o el autor de verbo florido -hogaño-; lo que digan queda en segundo término; lo apreciable, lo degustable, lo exaltable, lo orgasmable... es el cómo está dicho. Mucho verbo y poca enjundia. Mucho ruido y pocas nueces.

La costumbre de babear ante la prosa como un producto consumible que empieza y termina en sí mismo tiene también mucho que ver con el mundo de las apariencias, otro modo muy español de ser. Ese vivir hacia fuera y esconder la mugre en casa propio de la hidalguía se repite hoy de formas distintas. Una de ellas, no la menos importante, es la necesidad de obtener algo aparente a cambio de un esfuerzo raquítico, es decir, la listeza -no perdamos de vista el amor nacional por la figura del listo- del que busca barniz para disimular una mala base y dar el pego. El problema es que los barnices resaltan los defectos de lo que es una base mala y realzan las virtudes de la que es buena, pero, claro, sólo los resaltan o los realzan a ojos de un conocedor. Y ese conocedor no ha adquirido su saber por ninguna ciencia infusa, sino por dedicación; su interés, si no es un profesional, procede del deseo de saber y del esfuerzo de aprender.

Justo lo que no suele hacer el consumidor de prosa sublime. Para éste, la apariencia de conocimiento sustituye con ventaja al conocimiento y, sobre todo, está al alcance de cualquiera sin tener que amargarse la vida con consideraciones de toda índole que no conducen, piensa él, más que a perderse el supremo placer de degustar prosa florida. Con lo cual, babea admiración el lector por la prosa del autor; babea prosa el autor para satisfacer íntimamente al lector rendido y, al final, la literatura se resuelve en un pringue insoportable.

No estoy planteando ningún conflicto de corte literario entre fondo y forma, que nunca existe como tal en las novelas verdaderamente buenas, y no digo ya en las excepcionales, sino denunciando la enésima vez que nos dan gato por liebre en esta sociedad del consumo... fácil. Y es natural: ¿quién que no exige puede esperar recibir otra cosa que sobras? Lo lamentable de la situación es la tranquilidad de conciencia con que el productor y el consumidor no exigentes disfrazan sobras o harapos de nueva cocina o de diseño actual. Tendrá que haber un niño que grite: ¡El productor está desnudo! ¡El consumidor está desnudo!

Se acentúa cada día la tendencia social a moverse entre la ley del mínimo esfuerzo y la máxima desvergüenza, no ya en literatura, que no deja de ser un territorio menor, sino en la sociedad de la que participamos. Es un mal general, pero mientras nos defendemos de él, dejemos al menos claro, en el más reducido ámbito de la novela, que cuando de un escritor sólo se aprecia por todo mérito la prosa que tiene... es que no tiene nada más.

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