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El monopolio del bien común

El Estado democrático de bienestar es probablemente el mejor invento político de la historia de la humanidad. Pero no es, al menos en su práctica, un invento perfecto. Tengo la sensación de que en los últimos tiempos estamos descubriendo algunos de sus efectos secundarios más imperfectos, a través de lo que podríamos denominar en un sentido muy amplio una caída de la cotización del civismo. No creo que los ciudadanos tengamos, en general, un comporamiento más incívico que hace unos años. Pero sí tengo la sensación de que el civismo no ha avanzado lo que esperábamos y, por el contrario, se ha consolidado una especie de individualismo arrogante en el que está bien visto y es perfectament comprendido que cada uno vaya exclusivamente a lo suyo. Desde la conversión de los semáforos en rojo en una pura indicación de prudencia hasta el olvido de la existencia de los intermitentes en la conducción, pasando por la posibilidad de que una huelga de limpieza se convierta en un foco activo de suciedad, algo está ocurriendo que no acaba de funcionar.

Tengo la impresión de que el Estado de bienestar ha proclamado una especie de monopolio del bien común. El poder público ha estado diciendo a los ciudadanos, metáforicamente: 'Señoras y señores, ustedes no se preocupen del bien común.Vayan a votar cada cuatro años, paguen sus impuestos, cuídense de sus cosas, que nosotros ya nos ocuparemos de todo lo colectivo. No hace falta que se asocien para el bien común: basta con que se asocien para defender sus intereses particulares. Nosotros ya arbitraremos entre estos intereses particulares. Preocúpese cada uno de lo suyo, que nosotros nos preocuparemos de lo de todos'. A cambio de tener todo el poder, de legitimar todo el poder, el Etado de bienestar nos ha invitado a despreocuparnos de todo lo colectivo. Al contrario, cuando alguien, individuo o asociación, trabaja por el bien colectivo, se dice que hace trabajos de sustitución, que ocupa el papel del Estado. Nuestro padre Estado vela por todos. Nosotros no tenemos otra obligación que la de velar por nostros mismos.

Lo que sucede es que nuestro padre Estado no llega a todas partes. Esta oferta de delegación en sus manos de todo lo colectivo no sólo es perversa, sino que además no puede cumplirse. Al Estado se le escapan desgracias por todas partes. Hay accidentes de circulación, problemas lógicos en la sanidad y en la enseñanza, fallos en el sistema. Pero nos han dicho que esto no es nuestro problema, que no se trata de que vayamos a ayudar, sino de que reivindiquemos al Estado que nos lo solucione bien. La mayor parte de las grandes protestas de nuestro tiempo se hacen en nombre de legítimos intereses particulares -individuales o colectivos, pero siempre explícitamente parciales- que se dirigen al Estado para que los satisfaga. Los ciudadanos pedimos y el Estado no da abasto. Pero la culpa no es de los ciudadanos -de hecho, en el Estado de bienestar los ciudadanos no son nunca culpables de nada, por definición-, sino del propio Estado, que nos ha prometido el oro y el moro a cambio de votar, pagar y delegarle toda acción colectiva.

Por eso cuando, hace unos meses, el pobre alcalde de Barcelona, Joan Clos, salió en una entrvista pidiendo a los ciudadanos más civismo, porque sin más civismo es imposible solucionar los problemas de circulación, todo el mundo se le echó encima. Tenía toda la razón del mundo, pero nos estaba cambiando las reglas a mitad de la partida. Como mínimo, resultaba ingenuo. Nos decía a todos los ciudadanos que el bien común es también una cosa que nos afecta y nos implica. Pero le respondieron lo que el Estado de bienestar nos ha enseñado que respondamos: 'Yo ya pago mis impuestos, yo ya voto; es usted el que tiene que solucionar los problemas, que para eso le pagan. Yo tengo todo el derecho del mundo a mirar por mi bienestar individual. Lo colectivo es su oficio, es su problema'.

El Estado de bienestar es un gran invento, pero necesita humildad y participación. O socializamos el bien común, o convertimos el bien común en una competencia compartida y no exclusiva del poder público, o el poder público no dará nunca abasto y los ciudadanos nos convertiremos en un células insolidarias que sólo alzarán la voz cuando les pisen el callo. No hemos llegado a eso, pero se vislumbra en el horizonte.

Vicenç Villatoro es escritor y diputado por CiU.

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