La infancia como riesgo
Un accidente le puede pasar a cualquiera. Así tratamos de mitigar el estupor que nos ha causado la muerte accidental de dos niños en unas colonias. Antes de que la actualidad borre el recuerdo de este penoso suceso, quizá valga la pena tratar de poner en claro algunas cosas. La primera es aceptar que sabemos bien poco de las cosas que hacen nuestros hijos y, lo que es peor, ni siquiera alcanzamos a saber por qué las hacen. Delegamos nuestra responsabilidad en los expertos y en su saber técnico, así que hay que reglamentar quién y cómo se hace responsable del tiempo libre de la infancia. Pero lo importante es atreverse a pensar en qué consiste el tiempo libre hoy y aquí, para qué y cómo proponemos a la infancia usar ese tiempo. A partir de esa preocupación, parece obligado preguntarse qué necesidad hay de forzar a correr riesgos inútiles a unos niños de 10 años. La respuesta es banal y flota en el estilo del tiempo en que vivimos. El riesgo y su estúpida coartada, la aventura y la emoción, es el modelo dominante en el consumo adulto de tiempo libre. Tirarse desde un puente atado a unas cuerdas es el ejemplo extremo de esa absurda compulsión por el riesgo. Hay una extendida pedagogía mediática que ha convertido el tiempo libre en una ocasión para experimentar nuevas formas de estrés. Desde que el prototipo de la sensata ama de casa catalana, la señora Ferrusola, se lanzó en paracaídas, y su marido, el presidente Pujol, se desmelenó en Port Aventura, Cataluña abandonó la etapa menestral y entró en la era de la producción industrial del riesgo como emoción. Quemar adrenalina es el argumento que avala la práctica de toda una gama de seudodeportes fonterizos con la imprudencia y la pura temeridad. El progreso tecnológico ha ampliado la cosecha de la muerte accidental y, al mismo tiempo, suministra al ciudadano los argumentos técnicos que lo absuelven de su propia irresponsabilidad. Así, los accidentes de automóvil son parte de la rutinaria crónica cotidiana de sonrisas y lágrimas que los medios nos cuentan antes de irnos a la cama.
Muchos adultos aparentemente dotados de uso de razón y responsables de sus acciones practican esa clase de entretenimientos arriesgados. El libre consumidor debe tener acceso, efectivo o virtual, a toda clase de riesgos y emociones. Los medios informativos recogen y amplifican esos modelos de héroes posmodernos con más equipamiento que cerebro. Los niños, como siempre hicieron, desoyen lo que sus mayores les dicen que deben hacer y se dedican a imitar lo que efectivamente hacen. El patetismo de algunos sucesos extremos, desgraciadamente, se encarga de convertir esta parodia en una tragedia. Pero el dolor se evapora y la costumbre acaba por convencernos nuevamente de que lo normal es aquello que hacen todos por descabellado que pueda parecer, siempre que esté reglamentado. Pero ese pragmatismo reglamentista no basta. Hay que encontrar también, sin la amargura del luto reciente, ocasiones para poder reflexionar acerca de la calidad de la vida que hemos organizado entre todos para nuestros niños y jóvenes. De la juventud, baste decir que sobre ella hacemos recaer su condición como una sospecha. Acerca de la infancia, al menos estas consideraciones finales. La cría y atención de los niños requiere tiempo y dedicación, dos mercancías de las que cada vez carecemos más. Tenemos más cosas, pero menos tiempo. El tiempo libre del adulto es básicamente el que consigue sustraer al trabajo y al consumo. El de la infancia es el que le queda tras el tiempo obligatorio escolar y el de las llamadas actividades extraescolares. En cualquier caso, en la esfera familiar desciende, en cantidad y en calidad, el tiempo real que se puede librar para dedicarlo a los hijos. La familia urbano-burguesa ya no existe más que como ideal, cuyo cumplimiento se ha vuelto casi imposible. Quizá la epidemia de malos tratos a menores tenga algo que ver con las frustraciones ante esa imposibilidad real de ajustarse al modelo del trabajo estable, el amor eterno y la familia feliz. Eso que designamos tiempo libre es la respuesta mercantil a una demanda. Una demanda social creciente de entretenimiento formativo para los escasos niños y de cuidado de los muchos viejos. La primera y la tercera edad acampan en la periferia de la vida real, consumiendo su tiempo a la luz de la televisión.
En sustitución del viejo y básico oficio humanizador de la cría y el cuidado, han ido apareciendo profesiones y titulaciones nuevas, no siempre bien definidas ni reguladas. Profesiones cuya legitimidad se acoge al campo de la pedagogía y de la terapéutica; pero cuya práctica, a menudo, se limita a la buena voluntad de algún monitor sin experiencia o a la pericia improvisada de cualquier irresponsable con recursos. El niño es una mina: no es ya un inductor al consumo, sino un consumidor efectivo y goloso. Finalmente queda un último interrogante. Falta por averiguar qué se hizo de la pedagogía activa, aquella espléndida voluntad formativa centrada en el niño y en su innata curiosidad como motor de arranque del conocimiento. En esa cuestión va también la de saber dónde está aquella actitud de respeto hacia la naturaleza, de la excursión como aproximación respetuosa al entorno en busca de su esencia para convertirla en belleza, en saber y en moralidad. Un esbozo de respuesta proyecta su sombra. Hemos convertido la infancia y la naturaleza en dos figuras accesorias de un orden social dominado por la técnica, sometidas a nuestros absurdos rituales de exclusión y depredación. Una respuesta que apunta que la naturaleza es ya un parque temático domesticado para que ensayemos en ella las conductas de una especie que hace de la agresividad y el miedo valores básicos. La infancia, por su parte, obedece y opta por tomar la vía más rápida que la lleve cuanto antes fuera de su soledad cautiva. Algunos se quedan en el camino, vencidos por el azar o la desidia.
Fabricio Caivano es periodista.
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