Vértigo en Indonesia
Indonesia, salvo indeseables acontecimientos traumáticos, tiene por delante otros dos meses de vértigo antes de la reunión en agosto de la Asamblea Consultiva Popular, máximo órgano legislativo del archipiélago, encargado finalmente de decidir si destituye al presidente Abdurrahman Wahid, cuyo juicio político fue decidido el miércoles en una tensa sesión del Parlamento de Yakarta. Un Parlamento sitiado por fanatizados defensores del desacreditado Wahid, que le pedían su disolución, le ha acusado de parálisis ante la gravísima situación económica y de incompetencia para combatir los conflictos étnicos y separatistas que azotan al país islámico, la cuarta nación más poblada del planeta. El limbo en el que de hecho viene moviéndose Indonesia desde hace ya demasiado tiempo no sólo hace más volátil y peligrosa su situación política; impide también cualquier expectativa razonable de recuperación de una economía de máxima importancia regional, donde la pobreza no ha dejado de extenderse desde el estallido de la crisis financiera que sacudió Asia en 1997.
Indonesia pretende en vano desde hace tres años obtener cierta estabilidad democrática después de más de treinta de dictadura. En los 19 meses transcurridos desde que el clérigo musulmán Wahid fuera elegido entre grandes esperanzas para dirigir los nuevos destinos del país asiático, el presidente ha decepcionado a casi todos. No sólo ha marginado sistemáticamente al Parlamento y ha sido acusado de corrupción por su implicación en dos escándalos financieros multimillonarios. Bajo su impredecible liderazgo, la desintegración indonesia no ha dejado de progresar: la lucha independentista prosigue en la isla de Aceh, al norte de Sumatra, y crece también el separatismo en Irian Jaya, en Papúa, al otro extremo de un archipiélago de 17.000 islas con cientos de grupos étnicos y al que sólo el férreo control del déspota Suharto consiguió dar cierta apariencia de unidad. Los acontecimientos se vienen desarrollando en Indonesia como en un tubo de ensayo, aparentemente lejos de la influencia o la atención de cualquier elemento exterior.
Al compás de esta inestabilidad peligrosa ha ido creciendo el aislamiento político del semiciego Wahid, antaño reverenciado como santón en su terruño de Java oriental. Hasta el punto de que le ha vuelto la espalda su antigua aliada y probable sucesora, la vicepresidenta, Megawati Sukarnoputri, hija del fundador de la nación y con más apoyos militares que el presidente en un país donde el poder castrense es todavía decisivo. El partido de la taciturna Sukarnoputri, el más numeroso del Parlamento, se ha sumado a los que votaron la destitución del jefe del Estado, que debe hacer efectiva la Asamblea Popular. Los parlamentarios de Yakarta ostentan 500 de los 700 escaños de este supremo órgano mixto, el único que puede nombrar o despedir a un presidente.
En un nuevo gesto irresponsable, Wahid ha dicho alto y claro esta semana que no piensa renunciar, y ha amenazado con proclamar el estado de emergencia y disolver el legislativo. Por improbable que sea el cumplimiento de su desafío, su actitud retadora en un contexto tan explosivo hace temer a muchos indonesios que lo peor no ha ocurrido todavía. La estabilidad de Indonesia resulta además crucial para todo el sureste asiático, donde ha sido siempre un referente para países menores. Su situación actual, combinada con los vaivenes económicos de Tailandia y la irresuelta normalización de Filipinas tras la destitución del presidente Estrada, también por corrupción, añade ansiedad a la precaria alianza regional ASEAN.
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