Lagartijillas
Me he pasado el fin de semana encerrada en las casetas de la Feria del Libro de Madrid, un micromundo tan completo en sí mismo que una tiende a olvidar que más allá de los tenderetes continúa existiendo la realidad, esa realidad pertinaz y viscosa en su miseria, con niños esclavos, mortíferas hambrunas, guerras palestinas.
Para los escritores, la Feria son unos ejercicios espirituales a lo bestia, llenos de mortificación y penitencia. Uno llega ahí, se mete en su chiscón y se ofrece a la valoración inmediata e implacable de las masas. Y las masas, que son muy suyas, te dan la vida o te la arrebatan. Esto es, te miran, y entonces existes, o te ningunean olímpicamente y entonces no eres nada. Pero cómo, se dice desesperado el autor que no firma y que ve cómo discurre delante de él, hora tras hora, el espeso río de la vida, la manada de visitantes que le ignoran; pero cómo, si yo hasta hoy creí tener cierto éxito en la existencia, una amante que a veces me dice que me ama, un hijo que a ratos no me odia, unos amigos aceptables, incluso unos libros en los que pongo todo mi cuidado. Cómo es posible que yo ayer creyera ser alguien y que hoy me haya convertido en cucaracha. Si no te compran, no eres. Resulta de lo más revelador que tu existencia dependa de una transacción mercantil. Ya digo que la Feria es un fiel trasunto de la vida.
Voltaire tiene un librito de memorias delicioso (Lípari Ediciones) que, entre sonrisa y sonrisa, deja un sobrecogedor regusto a plomo y polvo. Todo es vanidad, dice Voltaire; incluso las guerras, con sus miles de muertos y sus sufrimientos sustanciales, son producto del insustancial capricho de algún príncipe. ¿Y qué es la vanidad? Una enfermedad del ego, una dependencia patológica de la mirada de los demás. Al vanidoso, como en el chiste, no le interesa acostarse con Claudia Schiffer, sino poder contarlo: que los demás lo sepan. Por eso es tan interesante la Feria del Libro: porque es como un experimento de laboratorio, un terrario atiborrado de especímenes con los que estudiar la vanidad idiota. Ahí estamos todos, como lagartijillas que esperan zamparse alguna mosca, como chicos feos sin pareja en el baile, como príncipes dispuestos a matar sólo para conseguir que la posteridad los mire.
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