Estrategia común
Los resultados de las elecciones vascas y el desafío renovado de los terroristas han propiciado en estos días pronunciamientos y gestos que, de forma expresa o tácita, rectifican la trayectoria anterior de enfrentamiento e incomunicación entre las fuerzas democráticas nacionalistas y las no nacionalistas. Si en algún aspecto de la vida política resulta urgente abrir una nueva página es en éste, donde están en juego la vida y la libertad de centenares de conciudadanos amenazados por una violencia perversamente discriminatoria, así como la propia convivencia en el País Vasco.
El lehendakari en funciones, legitimado por las urnas, ha señalado, tras el asesinato de Santiago Oleaga, la prioridad de dar 'una respuesta absolutamente contundente a ETA y a sus planteamientos'. Y el portavoz de su Gobierno ha expresado el compromiso que durante demasiado tiempo se omitió: que el Ejecutivo vasco, a través de la Ertzaintza, va a aplicar 'todos los medios' para poner a los asesinos y a los violentos a disposición de la justicia. A su vez, tanto el PSOE como el PP, pese a refrendar la validez del pacto antiterrorista que suscribieron el pasado mes de diciembre en Madrid, han aceptado que corresponde a Ibarretxe reconstruir en el País Vasco un foro más amplio.
Los pasos dados hasta ahora son esperanzadores, pero no suficientes para derribar el espeso muro de desconfianza alzado desde 1998. Sin embargo, no hay tiempo para despejar todos los recelos. Resulta apremiante alcanzar un diagnóstico compartido sobre la verdadera naturaleza de la violencia de ETA y definir una estrategia común para hacerle frente unidos. En ese empeño, lo esencial es la voluntad y la claridad de los principios, no tanto el nombre de los instrumentos o el lugar donde tengan su sede. El ejercicio de consenso necesario exigirá seguramente superar experiencias anteriores, pero sin incurrir en la simpleza de pensar que son equiparables en enseñanzas y errores. El diagnóstico del Pacto de Ajuria Enea y el nivel de acuerdo que lo sustentó no han sido superados. En cambio, ha quedado dramáticamente constatada con el fracaso de Lizarra la equivocación de intentar apaciguar a una organización totalitaria mediante concesiones políticas, que suponían además la marginación de la mitad no nacionalista de la sociedad vasca.
Abordar esa puesta en común va a requerir, por tanto, claridad en las ideas y las prioridades; pasar de la política declarativa a la concreción de conceptos como 'paz', 'diálogo' o 'decisión de los vascos', y distinguir con precisión lo que son derechos humanos innegociables de lo que son legítimas aspiraciones políticas. El terrorismo de ETA, el desafío y la amenaza que proyecta al conjunto de la sociedad, constituye el auténtico 'conflicto' vasco. De esta constatación debería arrancar el diálogo de los partidos democráticos para proteger a los amenazados y hacer frente a los violentos.
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