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Tribuna:OPINIÓN
Tribuna
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Tras la selectividad, ¿qué?

El debate abierto por la decisión gubernamental de suprimir la selectividad me ha hecho recordar un artículo del que soy coautor y que -según mi amigo Joan Ribó- formó parte de la documentación utilizada en su día por el grupo parlamentario de IU para analizar las posibles alternativas a la selectividad. Quizás sea oportuno divulgar ahora las conclusiones de dicho trabajo, accesibles en el apartado miscelánea del sitio web www.eio.ua.es. En primer lugar, se ratificaba lo observado en estudios empíricos previos: que la puntuación en la selectividad apenas guardaba relación con el rendimiento académico de los futuros universitarios, actuando como una ruleta que otorgase puntuaciones de forma absolutamente aleatoria. Por el contrario, recurriendo a las notas obtenidas por los alumnos en las asignaturas de COU, y a pesar de la heterogeneidad de contenidos, metodologías y niveles de exigencia en sus centros de procedencia, se podían construir índices específicos para las diferentes titulaciones capaces de explicar el futuro rendimiento académico entre dos y cinco veces mejor que la nota en selectividad. Así, en el caso de la licenciatura en Químicas, la selectividad explicaba sólo un 20% del rendimiento académico, mientras que una ponderación adecuada de las notas en Química, Filosofía, Matemáticas e Idioma Extranjero explicaba hasta el 54%.

Trabajos posteriores han confirmado la inutilidad de la selectividad, cuya irracionalidad incluso se ha acentuado. Así, en la provincia de Alicante cada universidad propone su propia prueba, con lo que estudiantes que se disputan las mismas plazas -en los pocos centros donde la demanda supera a la oferta- son juzgados con criterios dispares. Sería interesante saber quiénes son los responsables de semejante desatino.

Resulta llamativo que sea el decrecimiento de la demanda de estudios universitarios el argumento esgrimido por las autoridades educativas para entonar el gorigori por la selectividad, en lugar de reconocer que se trata de un sistema de clasificación tan ineficaz como costoso y, además, traumático. Hay una alternativa sencilla, más efectiva que la selectividad y que respeta los principios de igualdad, mérito y capacidad enunciados por la ministra Del Castillo. Las universidades harían público, antes del curso académico, el baremo que permitiría ordenar las solicitudes correspondientes a cada una de las titulaciones que imparten. Cada baremo consistiría en una media ponderada de las calificaciones obtenidas en unas pocas asignaturas de bachillerato. Por supuesto, la selección de asignaturas y la asignación de pesos a las mismas no debería ser caprichosa, sino consecuencia de un análisis estadístico semejante al descrito en el artículo antes mencionado. Los datos necesarios para llevar a cabo ese análisis son accesibles por constar en los expedientes académicos de los alumnos que ya están cursando estudios en las diferentes carreras, y su procesamiento sería rápido y económico. Las universidades ahorrarían costes y los alumnos (y sus familias) se ahorrarían desplazamientos y estrés. Puesto que ya no podría esperar la ayuda del azar, este sistema incentivaría al alumno a repartir su esfuerzo a lo largo del año, para obtener calificaciones altas en las asignaturas que figuraran en los baremos de entrada en sus titulaciones favoritas y para asegurarse, al menos, el aprobado en las restantes.

Y, ¿cómo evitar la picaresca, tan nacional, del alza artificial de las notas en los centros de bachillerato? Se podría aprovechar, con tal fin, la nueva reválida, en el supuesto de que se ubique al término del bachillerato. En efecto, aunque parece concebida para garantizar la superación de objetivos educativos mínimos por parte de los alumnos, podría ser utilizada para estimar el factor de escala de cada centro (o incluso de cada asignatura de cada centro), que sería el cociente entre la suma de las calificaciones obtenidas por sus alumnos en la reválida por la suma de sus calificaciones en el centro de procedencia. Ese factor de escala se haría constar en el expediente académico del alumno, cuyas notas serían introducidas en los baremos después de haber sido multiplicadas por dicho factor. Para llevar a la práctica esta homogeneización de las calificaciones se requeriría la colaboración de la administración educativa.

Acabo señalando tres inconvenientes del sistema de baremación que propongo. En primer lugar, no permitiría el control corporativo del acceso a los centros con déficit de plazas, algo fácil de conseguir diseñando exámenes ad hoc. Segundo, perjudicaría económicamente a los funcionarios que querrían seguir participando en tribunales -deseo muy comprensible, por otra parte, tras diez años de retroceso retributivo-. Por último, muchos empresarios de la enseñanza temerán que los factores de escala revelen la baja calidad de sus centros. Este podría ser un grave inconveniente si -como sostienen algunos- las patronales de la enseñanza tienen influencia determinante en las decisiones relativas al sistema educativo.

Miguel Ángel Goberna es profesor del departamento de Estadística e Investigación Operativa. Universidad de Alicante.

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