Gobierno e inmigración
Va a hacer cinco meses que la actual Ley de Extranjería está vigente y el Gobierno sigue enredado en los problemas que pretendía arreglar con ella. Ni la anterior ley era el peor de los instrumentos para encarar la difícil gestión del fenómeno migratorio ni la actual es la pócima milagrosa que irresponsablemente ha querido vender el Gobierno. Los inmigrantes sin papeles siguen llegando sin avisar y a un ritmo creciente a las fronteras del sur español y las bolsas de inmigrantes irregulares que existen en España siguen reclamando una salida legal y humanitaria a su situación. En Barcelona, el falso rumor de una nueva regularización imprevista ha concentrado a dos millares de personas, llegadas de otros países, en vigilia nocturna ante la Oficina de Extranjería.
La determinación con que el Gobierno bloqueó la anterior Ley de Extranjería, a pesar del inicial apoyo del Grupo Popular en el Congreso, se ha trocado en torpeza y desbarajuste a la hora de aplicar y gestionar la actual, hecha a su medida y conforme a sus designios en materia de inmigración. El Ejecutivo se hartó de decir, por boca de su delegado Enrique Fernández-Miranda, que no habría una nueva regularización, pero al cabo de cinco meses se ha visto emplazado a realizar varias, aunque encubiertas. Y nadie del Gobierno tiene interés en recordar la estrambótica idea del propio Fernández-Miranda de hacer viajar a su país a nada menos que 25.000 ecuatorianos para luego retornar a España con los papeles en regla. Como señaló en su momento el secretario general del PSOE, había una fórmula más barata para el erario público y más accesible a los inmigrantes: la obtención de esos papeles en los consulados de Ecuador en España. El Gobierno optó por aceptar la idea racional y práctica del líder del principal partido de la oposición.
La Ley de Extranjería se ha convertido en una trampa para el Gobierno. Su especial dureza para con los inmigrantes irregulares, a los que pone condiciones inalcanzables para normalizar su situación y niega derechos básicos de la persona, la hace inviable en la práctica. El Ejecutivo ha tenido que desistir, como amagó a la entrada en vigor de la ley, de la expulsión masiva de las decenas de miles de inmigrantes sin papeles que sobreviven en España. También ha tenido que echarse atrás de su inicial propósito de no proceder a más regularizaciones. El cauce de la ley es tan estrecho que la realidad le desborda.
A falta de unos mecanismos ordinarios de regularización a medio plazo y accesibles, el Gabinete ha echado mano del artículo 31.4 de la actual Ley de Extranjería -concesión de permisos de residencia temporal por motivos humanitarios y de arraigo- para arreglar la situación de colectivos enteros. No hay que reprocharle que lo haga, pero mejor sería, como plantea la oposición, encarar el problema con una regularización extraordinaria de todos aquellos que acrediten su estancia en España antes del 23 de enero pasado, fecha de entrada en vigor de la ley actual.
Un decreto en este sentido aportaría mayor fundamento legal que el endeble artículo 31.4 de la actual ley, previsto para situaciones personales de carácter excepcional. Y, desde luego, la haría más transparente y menos sospechosa de arbitrariedad. No hay razones, salvo la pura discrecionalidad, para regularizar a unos colectivos (ecuatorianos, colombianos) y expulsar a otros (nigerianos, senegaleses). A todos los inmigrantes en situación irregular, cualquiera que sea su color, procedencia o cultura, hay que darles las mismas oportunidades. Actuando sin una norma clara, de manera encubierta y a golpe de ocurrencias, no logrará el Gobierno salir del enredo en el que le ha metido su Ley de Extranjería.
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