'¡Cierra los ojos, viejo blanco!'
Testimonio de un redactor de EL PAÍS asaltado por una banda armada cuando investigaba sobre niños esclavos en Costa de Marfil
Voy en el asiento trasero de un todoterreno de la ONU y sólo pienso en los esclavos. Los veo allí, con sus harapos, el machete en la mano, la resignación y la tristeza en la mirada. También las otras cuatro personas que viajan en este vehículo de la ONU piensan lo mismo que estoy pensando yo. Estoy seguro. Por eso no hablamos. Ni el ingeniero Kadjo Yao, ni el chófer Konan Kouame, ni la periodista inglesa Katherine Davenport, ni el fotógrafo que contraté en Abidjan,Kouasssi Joseph. Vamos silenciosos sintiéndonos culpables de cuanto vimos en las plantaciones.
Hemos dejado atrás la ciudad de Yamoussoukro. Ha llovido torrencialmente. Son las diez de la mañana en Costa de Marfil. La lluvia cesó de golpe y la humedad arranca de la vegetación un vaho tórrido y asfixiante. El ingeniero grita de pronto desde su asiento delantero, en un francés desesperado y urgente, que no nos maten, por favor, y suplica perdón: 'Pardon! Pardon! Ne nous tuez pas!..', repite, que no somos bandidos, añade, somos de la ONU, perdón, perdón, insiste dirigiéndose a los ocupantes del 4 - 4 que acaba de alcanzarnos, ahora lo veo, es un Usuzu desde el que varios hombres disparan ráfagas con fusiles Kaláshnikov, y un brazo aparece extendido y muestra en la mano una granada, y entonces miro a Kate, la periodista inglesa, y leo en sus ojos lo mismo que ella puede leer en los míos: terror e incredulidad. Pienso: mala suerte, ya nos tienen en sus manos. Luego todo ocurrirá deprisa. El ingeniero intenta enseñar su credencial de la ONU y señala la puerta del Toyota para que vean el escudo. Pero ya lo han visto y les da igual. Saben que no somos bandidos. No es un error. Están bien informados.
Konan Kouame frena en seco y pone sus manos temblorosas en su cabeza mientras los otros abren su portezuela y lo arrastran hasta el asiento de atrás, me lo echan encima propinándole un golpe en los riñones, y nos gritan en francés que han dado el golpe de Estado con el general Guei, son militares, el general los ha traicionado, pero no van a matarnos si hacemos lo que nos mandan. Uno se ha puesto al volante, rasca las marchas como un principiante, arranca dando tirones mientras otros tres asaltantes se embuten en el Toyota y nos obligan a cerrar los ojos y a bajar la cabeza: así no nos matarán.
Obedecemos. No nos matarán, repiten. Tampoco violarán a Kate, le dicen a Kate, porque 'tenemos todas las mujeres que necesitamos', y ahora nos alejamos de la carretera, seguidos por el otro vehículo desde el que disparan ráfagas con sus metralletas para intimidarnos.
El cargador curvo de un fusil se hunde en mi costado. Pero no lo miro. Es mejor no mirar. Me han prohibido abrir los ojos. A partir de ahora mi oído suplirá a la vista. La palabra y el ruido se transforman de inmediato en una imagen diáfana. Ahora, la respiración entrecortada de los asaltantes me permite verlos en mi cerebro: son jóvenes, están muy nerviosos y quieren acabar pronto. Entre ellos hablan una lengua africana, pero se dirigen a nosotros en francés. '¡Si no quieres que te matemos, cierra los ojos, viejo blanco!', me gritan. Pero cada vez que repiten que no nos matarán, pienso que es mentira, nos matarán en cuanto se pare el coche y aparezca ese jefe y reciban la orden de hacerlo.
Por debajo de la axila derecha veo el ojo izquierdo de Kate perdido en su propio espanto. Ya ha escapado de la órbita. Es el ojo inmóvil y flotante, anónimo, de un animal que llevan al matadero.
Hemos parado. ¡Fuera del coche! De espaldas, de pie, alineados. El dinero. Quieren todo el dinero. Todo. Que no se quede nada en los bolsillos. Y sacamos todo el dinero sin dejar nada en los bolsillos. Quieren ver los bolsillos vueltos del revés. Vacíos. Y los billeteros en tierra. Todo en tierra. Deprisa. Y los relojes. Deprisa. Los teléfonos móviles. Las cámaras, más cámaras. ¿No hay más? No, no hay más, dice el fotógrafo. Ahora a tierra, nosotros, tumbados en tierra. Boca abajo. Eso es. Ellos a nuestras espaldas. Y los ojos cerrados. Las manos en la nuca.
Así, oigo cómo destrozan los cierres de las maletas y luego oigo, odioso, inoportuno, como algunas veces en el teatro, la llamada de un móvil, todos llevamos uno, y precisamente el fotógrafo lo reconoce. Es el suyo, balbucea con un hilo de voz, implora que se lo entreguen. El fotógrafo está un metro a mi izquierda. Le diría: calla. Eso es una provocación. Pero ya es demasiado tarde. Habló. Y ahora alguien se está acercando con paso firme, cada vez están más cerca esos pasos. Sin moverme, por el rabillo del ojo, con la cabeza un poco ladeada, veo el codo del fotógrafo. Y veo la bota del que se acerca. No. No quiero verlo. Cierro los ojos. Y oigo: '¿Qué prefieres, idiota, vivir o tu teléfono?'. Quiere saberlo. Vamos. Debe contestar. La bota aplasta el codo del fotógrafo. El fotógrafo no responde. Gime. Como un hipo, solamente. '¿Te mato ahora mismo, idiota? ¿Es eso lo que quieres?'.
Oigo el rugido de un motor, y de otro. Sí, será el jefe. Este ruido acelera el pánico. No soy un cuerpo sino una batería alimentada de terror, cargando terror, almacenando terror. El corazón bombea demasiado rápido. Por una vez ya sé lo que significa que el corazón salga por la boca. Y me digo: lo último que deseo es un infarto. Quiero que el corazón recupere su ritmo. Todo debe ser normal. Pienso que si al jefe le satisface el botín, y si además se llevan el coche, acabarán perdonándonos la vida. Un infarto sería una muerte a destiempo. La muerte ridícula de alguien muerto de miedo.
Me acostumbro muy pronto a la alternancia de pánico y confianza extremos. A esta agotadora oscilación. Kate ya está siendo interrogada por el jefe. La voz del jefe es la de un hombre maduro. Es suave, casi bondadosa. Le pregunta su nacionalidad: ¿británica? Escupe con asco. Dice que odia ese país. Odia a los ingleses. En dos ocasiones quiso entrar en ese odioso país y no se lo permitieron. Kate calla. Temo que si el jefe decide violarla ahora mismo, aquí mismo, no podremos impedirlo. Suplico (¿a quién?) que no violen a Kate. Y a mi mente acuden los esclavos en su infierno. Otra vez. Pero ahora estoy más cerca de ellos. Los entiendo mucho mejor. Veo su expresión vacía, casi muerta. Siento el mismo vacío y la misma muerte. También una infinita tristeza por tener que afrontar esta clase de fin, en un país extraño, entre gente extraña, indefenso, tumbado en tierra boca abajo, con los ojos cerrados, a merced de que hagan conmigo lo que quieran.
Pero ahora ordenan que nos pongamos de pie. Y uno me zarandea por los hombros y quiere quitarme las gafas y es como si me abofeteara el rostro. Abro, aun sin querer, los ojos. Las gafas no, protesto. Pero las gafas ya volaron por los aires y vuelvo a cerrar los ojos antes de ser golpeado de verdad. Estaba equivocado. Creía que morir era muy difícil. Y no lo es. Con un pequeño esfuerzo por mi parte va a ser fácil. Al fin y al cabo no sólo tienen derecho a llamarme viejo blanco, sino también a adelantar mi muerte. A mi edad ellos ya habrían muerto. En África la mayoría de la población muere antes de llegar a los 50 años. Estoy fuera de la estadística. He vivido demasiado. No puedo considerarme una excepción.
Los motores rugen a la vez. Hay un alboroto como de huida, una confusión de gritos y detonaciones. Alguien ordena que corramos en sentido contrario al rugido de los motores, fieras que se perderán para siempre en la selva. Nos miramos sin acabar de creer, agazapados como alimañas, que el peligro pudo haber pasado. Nos miramos sin abrazarnos, sin saltar de júbilo.
El suplemento Domingo de EL PAÍS publica mañana el artículo de Ignacio Carrión, Desde el corazón de un niño esclavo.
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