Vida vivida y vida soñada
Marc Recha tiene ahora 30 años y ya tiene una década larga de vida vivida en las trastiendas del sueño del cine. Fue precoz. Era un adolescente y ya saltaba de un festival a otro llevando en su mochila latas de cortometrajes artesanales que llamaban poderosamente la atención, tanto por su desmedida ambición, que obviamente no se correspondía con lo que se veía en la pantalla, como por lo que ésta dejaba entrever, que era una pasión ilimitada, casi un culto, por el cine y una idea nebulosa, pero con destellos de alta audacia, de éste.
En diez años, Recha ha hecho otros varios cortos y tres largometrajes. El primero es El cielo sube, que rompió para un muchacho de 21 años fronteras infranqueables durante toda la vida para la inmensa mayoría de sus colegas; el segundo es El árbol de las cerezas, que el año pasado en París abrió de par en par las duras puertas del festival de Cannes, que muy pocos cineastas llegan a cruzar, a este su tercer largometraje, Pau y su hermano, que es probablemente el primer paso, todavía de tanteo y aprendizaje, dentro del balbuceo de la obra adulta de este cineasta singular y singularmente puro, casi ascético, que filma su cine con los ojos tan abiertos a su alrededor que la cámara se le llena hasta rebosar del aire libre que la rodea.
PAU Y SU HERMANO
Dirección y guión: Marc Recha. Producción: Antonio Chavarrías. Intérpretes: David Selvas, Nathalie Bothefeu, Marieta Orozco, Luis Hostalot, Alicia Orozco, Juan Márquez. Género: drama. España, 2001. Duración: 110 minutos.
Los vaivenes del raro y arrítmico -a ratos cercano al hermetismo y a ratos abierto como el vuelo de un pájaro- relato que emprende no obstaculizan que la memoria del espectador se quede agarrada a los pegadizos instantes de altura, olvidando los baches de caída, desaliento y opacidad de la imagen. Es Pau y su hermano un cuento ligero donde se cuenta un asunto grave, quizá demasiado grave para tanta ligereza. El guión no está bien compuesto, pues no se puede abrir impunemente un filme con el gancho trágico de un suicidio, cuya averiguación se queda a medio camino y deja hilachas perdidas en el paisaje y en las figuras que emergen del fondo de este paisaje, ese deslumbrante valle de los Pirineos que ciega de hondura a la cámara.
El empaste de esas figuras y ese paisaje es ciertamente el suceso más deslumbrante de cuantos ocurren en este raro y bello filme imperfecto, invadido por el juego de unos personajes de gran viveza, admirablemente fundidos con la espontaneidad de unos intérpretes atrapados por la tela de araña de un campo escénico de enorme, de asombrosa profundidad, y tan vivos que contagian a la cámara su viveza y ésta, como si fuera uno de ellos, casi se limita a seguir sus risas o a esconderse de sus llantos.
Y, al final del filme, no se sabe si son los actores quienes crean a los personajes o son éstos quienes crean a los actores, pues tan creíble es su identidad que no se discierne donde termina la piel de unos y comienza la carne de otros, donde se detiene la vida vivida y deja paso a la vida soñada, donde se esconde la atmósfera elaborada de la ficción y comienza el aire libre del documento.
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