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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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El gobierno de la Universidad

Hace unos días, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte ha remitido al Consejo de Universidades el borrador del anteproyecto de la Ley de Universidades. Es un texto innovador, que combina con prudencia una serie de medidas para transformar una universidad en expansión cuantitativa en una universidad que tenga por objetivo irrenunciable la calidad; calidad que garantice el desarrollo de unas universidades más modernas, que compitan con garantías de éxito en el marco del nuevo espacio común de enseñanza superior europeo que surge tras las declaraciones de la Sorbona y de Bolonia.

Desde esta doble óptica se ha abordado la elaboración del anteproyecto de la Ley de Universidades, en el que son objetivos básicos: mejorar la calidad del sistema universitario en todos su ámbitos, docentes, investigadores y de gestión, potenciar la actividad investigadora como eje de la sociedad del conocimiento, integrar nuestro sistema universitario en el espacio universitario europeo, propiciar la movilidad de estudiantes y profesores, garantizar el mérito y la capacidad en la selección del profesorado y dotar de mayor eficacia y eficiencia a los órganos de gobierno y representación de nuestras universidades.

Es lógico que la Universidad rinda cuentas ante la sociedad, sin que ello suponga el menoscabo de la autonomía universitaria

Para lograr alcanzar todos y cada uno de estos objetivos, el texto del anteproyecto introduce una serie de iniciativas innovadoras en todos los ámbitos de la Universidad, derivadas del consenso y del convencimiento generalizado de la comunidad universitaria española de que el propio dinamismo del sistema universitario durante las dos últimas décadas ha agotado el marco previsto en la Ley de Reforma Universitaria, entre otros aspectos, en lo referente al diseño de los órganos de gobierno y representación de las universidades.

Los nuevos órganos. En este caso concreto, el nuevo texto se ha construido a partir de un fructífero debate -que dura ya años, y que incluso ha dado lugar a algún intento de modificación legislativa- sobre la necesidad de reformar, de manera urgente, mecanismos de gobierno que han conducido a una parálisis en el proceso de toma de decisiones de nuestras universidades. Durante estos debates, se han identificado una serie de problemas, y se han apuntado coincidentes o muy parecidas soluciones a los mismos, aunque sin ignorar la existencia de matices y también de divergencias, como no podía ser de otra forma en una sociedad democrática.

La confusión sobre las competencias de los diversos órganos en sus funciones de gestión, representación y control, y la lentitud e ineficiencia en la gestión ordinaria de la universidad ha desencadenado que la necesaria responsabilidad académica y de gestión del equipo rectoral se diluya en una serie de órganos colegiados que, en el empeño estéril de vigilarse unos a otros, dificultan la adaptación necesaria de la Universidad a los cambios que se generan en una sociedad dinámica como la nuestra.

Es urgente, pues, una reforma que mejore los mecanismos de gobierno y representación de la Universidad. Una nueva Ley de Universidades que afronte con firmeza estos problemas y promueva las condiciones para dibujar un escenario de gobierno que garantice el que cualquier universidad pueda desarrollar estrategias docentes e investigadoras propias y diferenciadas de las del resto. Porque si hasta hace unos años no había sido necesaria esta diferenciación, ahora es fundamental que cada universidad pueda abordar, mediante unos órganos de gobierno y representación más flexibles y eficientes, planes estratégicos propios, diferenciados y especializados. Es la garantía para avanzar en el cumplimiento de los compromisos que surgen del espacio de enseñanza superior europeo y para fomentar la competividad de nuestras universidades en el contexto internacional.

El anteproyecto de Ley de Universidades dibuja, como punto de partida, una separación nítida, no sólo en su configuración, sino principalmente en sus competencias, entre órganos de gobierno, de representación, y de control y supervisión, a la manera de cualquier otra organización política o social en contextos democráticos. Pero además, se simplifica la estructura, composición y funciones de cada uno de los órganos, con el fin de poder dotar a éstos de la máxima flexibilidad, en el convencimiento de que los Estatutos de las universidades responderán a esta flexibilidad de distintas formas, de acuerdo a sus legítimos intereses y prioridades estratégicas. De esta forma, a los órganos de representación, el Claustro y la Junta Consultiva, se les otorga la capacidad de propuesta y asesoramiento, complementos ineludibles a sus funciones representativas.

Asimismo, se refuerza la capacidad de gestión, pero también, y en mayor medida, la responsabilidad ante la comunidad universitaria y la sociedad, de su principal órgano de gobierno. El Consejo de Gobierno, designado por tercios por la comunidad universitaria, a través del Claustro, por el rector y por la sociedad, a través del Consejo Social, es el órgano al que le corresponderá la máxima dirección de la universidad, al estar entre sus competencias la aprobación de las líneas estratégicas y programáticas de la misma.

Para lograr que estas acciones de gobierno se transformen en medidas eficientes, se refuerza, igualmente, la figura del rector y las competencias de su equipo, en una apuesta clara por una nueva forma de gestionar las universidades que responda a los retos que éstas tienen hoy planteados. Si se apuesta por un Consejo de Gobierno ágil, eficaz y responsable, que pueda tomar decisiones programáticas y estratégicas aceptadas por la comunidad universitaria, es también imprescindible apostar por equipos rectorales que realicen su gestión con la agilidad, eficacia y responsabilidad que la sociedad reclama.

Pero el buen funcionamiento del sistema universitario demanda, además, la real y efectiva implicación de la sociedad en las actividades de la Universidad. Dado que es ésta, la sociedad, de la que emanan los recursos, es lógico que la Universidad rinda cuentas ante ella, sin que ello suponga el menoscabo de la autonomía universitaria. Así lo contempló ya la Ley de Reforma Universitaria al establecer la creación de un Consejo Social en la estructura de gobierno de las universidades. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los consejos sociales han sido poco activos y no se han implicado oportunamente en la modernización de las universidades; en otros casos, han sido coprotagonistas de estériles disputas.

La existencia de dos órganos con funciones de gobierno, recelosos entre sí y con capacidad de veto recíproco, ha obstaculizado el desarrollo de los necesarios mecanismos de conexión entre la sociedad y las universidades. Es éste el momento de hacer más eficaz la mutua implicación entre el entorno social y económico y la Universidad. Si en el nuevo diseño se desea que la Universidad tenga una adecuada percepción de las prioridades e intereses de la sociedad que la rodea y que, a su vez, esta última asuma como propias las necesidades de la Universidad, no es suficiente con el encuentro de ambas en el Consejo Social. Se necesita, además, que la sociedad participe de manera activa en la definición de las líneas programáticas y estratégicas de la Universidad. Se trata, en definitiva, de transformar un esquema de bloqueos entre órganos con composiciones, orientaciones e intereses diferentes, en un sistema de coparticipación y corresponsabilidad, no sólo en el órgano de supervisión y control, sino también en el de gobierno.

La puesta en marcha todos estos mecanismos, en aras de los objetivos diseñados, no sólo va a depender de la voluntad del legislador durante el debate sobre la Ley de Universidades en el Parlamento. Va a depender, en mayor medida, de la implicación en este proyecto común de nuestros gestores universitarios, de nuestros profesores y de nuestros alumnos, pero también de la sociedad en general y de sus representantes. Una mayor transparencia en la toma de decisiones y en la rendición de cuentas de las universidades es condición necesaria, pero no suficiente, para la modernización del sistema universitario. Es también necesario que diseños como el de la participación activa de la sociedad en los órganos universitarios sirva no sólo para ejercer una función legítima de supervisión y control, sino también para asumir como propias las necesidades, entre ellas las financieras, que demandan nuestras universidades para afrontar con garantías de éxito el futuro ya inmediato del espacio universitario europeo.

Julio Iglesias de Ussel es secretario de Estado de Educación y Universidades.

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