Sombras de fraude
Las subvenciones públicas a los cursos de formación, así como los centros docentes destinatarios de las mismas, han proyectado a menudo la sombra de la sospecha. A no pocos periodistas nos hubiera gustado hincarle el diente a este asunto y doy fe de que algunos anduvimos tiempo ha buscando la garganta profunda que nos desvelase las presuntas trampas y triquiñuelas del negocio, tanto en punto a la administración de los dineros como a la eficacia de las enseñanzas que se imparten. Las sumas millonarias que se mueven, la dudosa transparencia en la adjudicación de los programas y la misma decepción percibida en alumnos por la inanidad de los conocimientos impartidos abonaban sobradamente la querencia a investigar este posible patio de monipodio que ciertos indicios insinuaban.
Con el mismo esfuerzo y gestión, obviamente, los aludidos epígonos del reportero Tribulete hubiéramos descubierto un Mediterráneo de decencia y eficiencia calumniosamente cuestionados. Verdad es que la Confederación Empresarial Valenciana y la Cepyme anduvieron -y en ello están todavía- enredados judicialmente por el destino irregular de casi 200 millones de pesetas; que algún sindicato -¿o serían dos?- se las vio canutas para justificar factura en mano el buen fin de los recursos recibidos y que, más recientemente, los euros que subvenían el cultivo y transformación del lino se escabullían entre la humareda de los estragos misteriosamente acaecidos. No obstante tales precedentes, digamos que excepcionales, prevalecía la presunción de inocencia y -todo hay que decirlo- la galbana para escudriñar la calidad y coste real de ese pozo sin fondo que son los cursos de formación.
Ahora parece llegada la ocasión, otra ocasión, de desmontar este no tan imaginario tinglado que, cuanto menos, permitirá separar el trigo de la paja y sentarle la mano a los trapisondistas. La oportunidad se produce a propósito de la entereza de una profesora que se negó a firmar un recibo por un importe que doblaba el que realmente iba a percibir. Su honradez, que no siempre es recompensada, se tradujo en el despido que un juzgado de lo Social declaró improcedente y, además, dio cuenta a la fiscalía por los indicios de criminalidad que detectó. El juzgado número 15 de los de la capital será el encargado de depurar las responsabilidades consiguientes. A esperar, pues, qué hay de real o virtual en este manoseo de las ayudas a la formación ocupacional.
Pero no es necesario que se alumbren las resoluciones judiciales para que nos formulemos alguna que otra pregunta. Y la primera de ellas concierne al profesorado. ¿Hemos de creer que ningún otro docente, al margen de la aludida profesora, ha sido conminado a cooperar en el fraude denunciado, dando por percibido lo que no recibe? Pues no lo creemos, francamente. Y no lo creemos porque nos consta que se trata de una práctica reiterada y amparada por la conveniencia o la falta de coraje de los profesores implicados. De otro modo, ¿cómo podría haberse asentado tal picaresca? O sea, que si un día hemos de hablar sin ambages de corrupción será justo recordar que tanto es quien da como quien toma.
Y después, la Administración, los organismos que reparten y cabe suponer que controlan el desarrollo de los cursos. ¿Acaso su papel es un remedo de don Tancredo? Por lo visto se dan por satisfechos con los papeles justificativos que se les presentan, por más que huelan su falsedad. Y si no la huelen, resulta evidente que son reos de inepcia e inopia, por no pensar que incurren en connivencia. A buenas horas se desinteresarían de este modo si los millones que reparten fuesen propios y no procediesen del Fondo Social Europeo y de la Generalitat.
Para este viaje sobran las habituales alforjas que cantan la excelencia y eficiencia de la enseñanza privada. A buen seguro de que, impartida por el Estado, no habría tanto trapicheo, por no referirnos al superior rigor en la docencia. Y a todo esto, ¿qué ha dicho la oposición política?
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