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HORAS GANADAS
Columna
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Lenguas libremente cortadas

Rafael Argullol

En 1981 realicé un viaje desde la Baja California a Panamá, atravesando México y los países de América Central. Era mi primer viaje latinoamericano y, naturalmente, me impresionaron muchas cosas. El carácter permanentemente inacabado del continente daba lugar a un escenario en el que se mezclaban extrañamente violencia y belleza. La belleza se celebraba tanto en los espectáculos geológicos como en las ruinas precolombinas o los monumentos barrocos.

Aquél era un mal año para la violencia, con una guerra abierta en El Salvador y una guerra disimulada, aunque suficientemente explícita, en Guatemala. En este último país, que por alguna razón me pareció que era la quintaesencia de aquella mezcla, varias guerrillas ponían en jaque a la dictadura militar de turno. Era particularmente impactante, incluso por su nombre, el Ejército Guerrillero de los Pobres, que en una de sus acciones fulminantes había dejado sin luz a la ciudad de Guatemala el día de mi llegada.

Pero lo que me resultó más impresionante no fue la belleza de las ruinas de Tikal o de las iglesias de Antigua, ciertamente deslumbrantes, ni la violencia sangrienta de una guerra que se prolongaba desde hacía decenios. Lo más impresionante era el silencio de los indígenas. Para mí era un silencio completamente nuevo, jamás percibido con anterioridad, que empezaba en la mirada de los niños, continuaba en las arrugas de los viejos y acababa incrustándose en la cal interminable de los muros. Las calles de los pueblos estaban tan silenciosas como los hombres.

Cuanto mayor era la densidad india de la población mayor era el silencio. En Huehuetenango, a 200 kilómetros de la ciudad de Guatemala, experimenté de modo particularmente punzante este silencio. Mientras paseaba por uno de los barrios de la ciudad, alejado del céntrico y concurrido mercado, comprobé que había extraviado el plano que siempre guardaba en mi bolsillo. Para tratar de orientarme pregunté a varios hombres que estaban sentados contra el zócalo de una pequeña ermita. Nadie respondió, a excepción de un anciano que hacía vagos gestos con la mano para señalarme efectivamente el camino que me conduciría, de nuevo, al centro.

Esta escena se repitió multitud de veces, y al principio, dada la situación de guerra, la atribuí al miedo por las brutalidades recientes. Pero luego comprobé que no era así. En Bolivia, en Ecuador o en Perú los indígenas se comportaban igual que en Guatemala: el mismo silencio que nacía en el fondo de sus ojos antes de concretarse en la línea temblorosa de los labios.

El miedo, aunque alimentado por cada nueva violencia, estaba anclado en brutalidades más remotas. La experiencia de este silencio ancestral no ha dejado de ser, a lo largo de todos estos años de nuevos viajes americanos, la señal más llamativa de cuantas he podido sentir. Me ha parecido que la herida más honda va más allá de las palabras y que la mudez indígena es la consecuencia de una violación que a través de los siglos ha acabado por arrasar el significado de los términos. Muchos indios americanos hablan, mejor o peor, español, pero el silencio es su auténtico idioma.

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Que la herida debía extenderse del cuerpo a la conciencia y de la conciencia al habla era algo que, según podemos leer en los textos, tenían perfectamente claro los protagonistas, cronistas e historiadores de la conquista. Francisco López de Gómara, en la Historia general de las Indias (1552), al enumerar los vicios de los nativos, lo proclama con gran franqueza: 'Buena loa y gloria es de nuestros reyes y hombres de España, que hayan hecho a los indios tomar y tener un Dios, una fe y un bautismo, y haberles quitado la ideología, los sacrificios de hombres, el comer carne humana, la sodomía y otros grandes y malos pecados, que nuestro buen Dios mucho aborrece y castiga. Les han quitado también la muchedumbre de mujeres, vieja costumbre y deleite entre todos aquellos hombres carnales; les han mostrado las letras, pues sin ellas los hombres son como animales...'.

Para culminar la redención de los indios también su habla debía ser extirpada y su lengua cortada. Un despojamiento radical que incluye dioses, memorias y lenguas deja al hombre en una situación de anonadamiento. Francisco Fernández Buey, en su libro La barbarie, analiza este anonadamiento al seguir el rastro del término nepantla: el vencido queda exiliado en una suerte de tierra de nadie que le impide reacción y expresión.

No he podido dejar de recordar este silencio abismal, este estado de nepantla, a raíz de las polémicas suscitadas en las dos últimas semanas por el discurso del Rey en el Premio Cervantes. Si escandaloso es afirmar que el español, lengua de la conquista, colonización y cristianización de América, fue asumido por 'voluntad libérrima' de los pueblos indígenas, todavía más escandalosa es la aclaración posterior: 'El Rey se refería a América'.

Peor. Si en realidad 'se refería a América', el error es tan grave como innecesario: grave, porque supone una retórica colonialista y absurda, con la recuperación de expresiones que parecen de otro tiempo; innecesario, porque trata inútilmente de sentar una excepción al mecanismo férreo con que han actuado siempre los imperios. (Aunque también pudiera ser que no fuera en absoluto un error, sino el fruto de una estrategia ideológica calculada que en los últimos tiempos ha llegado a la glorificación de Carlos V y Felipe II).

El imperio español no actuó en América mejor o peor que otros imperios. Aplicó, como los demás, unos engranajes de dominio que se extendieron a todos los campos. Destruyó el orden antiguo y construyó un nuevo orden, con los consecuentes derramamiento de sangre y forzamiento del espíritu. El vencido fue sometido a la religión del vencedor; el idioma del vencedor fue impuesto al vencido. Antonio de Nebrija, como se ha recordado estos días, lo tenía ya perfectamente claro en 1492 en el prólogo a su Gramática castellana cuando mostraba a la reina la utilidad de su arte en aquellas circunstancias históricas, después que, escribe, 'Vuestra Alteza pusiese bajo su yugo a muchos pueblos bárbaros y naciones de lenguas peregrinas, que tras su derrota tendrían necesidad de recibir las leyes que el vencedor pone al vencido, y con ellas nuestra lengua'.

Quizá 'voluntad libérrima' quiera decir eso: lenguas libremente cortadas.

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