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Violencia callejera sin tregua

La policía vasca ha recibido la mayor andanada de críticas por su incapacidad para atajar los sabotajes organizados

Entre la lluvia de cócteles mólotov, con ácido incorporado, que quemó la cara del joven navarro Jorge Goñi el pasado martes, y la que alcanzó a Jesús Mari Castañares, de 54 años, lanzada por un menor de 14 años en Elgoibar el 25 de agosto de 1996, hay un número y mucho sufrimiento: 4.858 actos de violencia callejera (entre 1996 y 2000). El joven pamplonés fue confundido por sus agresores con un policía. El segundo cometió un delito mucho más grave: hacer frente a los jóvenes encapuchados que aterrorizan con las bombas incendiarias.

Como si de un revisado mito de Sísifo se tratara, la piedra de la violencia callejera vuelve sobre los ciudadanos vascos y navarros una y otra vez, al tiempo que plantea el debate sobre la eficacia de la policía autónoma y en estos dos últimos años la acusación directa al Departamento vasco de Interior de trasladar a sus mandos policiales 'directrices políticas para no actuar' contra el terrorismo urbano.

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'¿Qué

haría usted si el alcalde de su ciudad le dijera después de una noche de sabotajes y violencia callejera contra bancos, comercios y otros bienes públicos y privados: '¡Háganse fuertes ante los violentos?'. La pregunta la hizo en una de las localidades vizcaínas con grupos más activos de kale borroka un comerciante nacionalista mientras recogía los cristales que encontró en su negocio chamuscado una mañana hace algo más de un año. La respuesta se la dio, un mes más tarde, el máximo dirigente socialista guipuzcoano, Manuel Huertas, cuando ETA ya había asesinado, hacía pocas semanas, a Fernando Buesa y cuando los encapuchados habían reducido a meros rescoldos humeantes parte de una casa del pueblo: 'O nos unimos todos contra la barbarie o nos veremos obligados a buscar nuestros métodos de supervivencia dando por desaparecido el Estado de derecho', clamó en un discurso que no fue un calentón político.

El interrogante y su respuesta encierran en sí mismas la encrucijada en la que se han movido durante esta legislatura una parte significativa de la sociedad que ha visto como se convertía en objetivo de los encapuchados y como la actuación policial, en el País Vasco y Navarra, no lograba atajar un fenómeno violento que fue teorizado y bautizado como comandos Y por José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, uno de los tres dirigentes de la cúpula de ETA en los primeros años 90, detenido en Bidart (sur de Francia) en marzo de 1992.

El vivero de Jarrai

La losa de la violencia callejera no ha dejado de aplastar a Euskadi y, con mucha menos intensidad, a Navarra, desde principios de los años 90 como un movimiento organizado con tácticas de guerrilla urbana y con un vivero claro en las juventudes de la izquierda independentista, Jarrai, ahora Haika.

El hartazgo por la violencia callejera no ha dejado de crecer. Las encuestas hablan de ello, los afectados sufren por su culpa y los políticos no nacionalistas lo han utilizado profusamente durante esta corta legislatura para cuestionar el trabajo de los peneuvistas al frente del Departamento de Interior, una de las pocas carteras que nunca ha caído en manos de otro partido.

Lo mismo da que se tomen los datos de la Guardia Civil o de la Ertzaintza: existió un antes y un después de los meses que precedieron al Pacto de Lizarra, el 12 de septiembre de 1998, y de la tregua de ETA, anunciada cuatro días más tarde. Si en 1996 hubo 1.264 denuncias por este tipo de delitos, en 1998 sólo se registraron 337; sus objetivos eran cada vez más selectivos y los momentos elegidos cuidadosamente. La Ertzaintza y el PNV dejaron de estar en el centro de la diana. Se convirtió cada vez más en una violencia de quita y pon que lo mismo servía para intentar condicionar la negociación del Gobierno entre socialistas y peneuvistas en diciembre de 1998 (51 ataques) y enero de 1999 (45 sabotajes), que para responder a operaciones policiales contra sus hermanos mayores de ETA. Y con cada contienda electoral, ya con el alto el fuego en vigor, los 'chiquillos de la gasolina' limitaban al máximo sus incursiones de madrugada. Por ejemplo, en los dos meses que precedieron a las autonómicas de octubre de 1998, los sabotajes no pasaron de 20 al mes.

Así que los grupos Y nunca estuvieron en tregua. El alto el fuego podía ser 'ilusionante', pero los ediles del PP o del PSE veían con amargura sus bienes quemados, sus nombres en una diana: 'Es verdad que ahora no nos matan, pero tampoco nos dejan vivir'.

Hasta ETA, en una entrevista emitida por la televisión autonómica vasca el 30 de marzo de 1999 se desmarcó de ese tipo de acciones: 'Llega un momento en que la resistencia se debe plantear de otra forma, pero ése es un fenómeno que surge (...) De ETA no se puede esperar que haga un trabajo de apagafuegos ante unos métodos de defensa'. Joseba Permach y otros dirigentes de EH se pusieron los trajes de bombero y se emplearon a fondo, no siempre con éxito, en reuniones con sus jóvenes para explicar la conveniencia de abandonar determinados 'instrumentos de lucha', eufemismo usado para explicar el cambio de estrategia.

Aunque ha habido detenciones por todos los cuerpos policiales (224 el pasado año en Euskadi), lo cierto es que la modificación del Código Penal para combatir este tipo de terrorismo y las sentencias que empieza a dictar la Audiencia Nacional -hasta 12 años de cárcel por quemar un cajero- han tenido un doble efecto: limitar por un lado y acelerar por otro el pase a ETA de los cachorros del cóctel.

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