Las cosas claras y el chocolate espeso
Yo era de las que comía pan con chocolate para merendar y acababa tirando el pan y lamiendo el chocolate con toda la lujuria del mundo -aunque entonces ignoraba el término lujuria-. Más tarde, y quizá influida por la literatura, envidié a los curas de pueblo y a los obispos de tripa prominente, que imaginaba todas las tardes sentados en una mesa camilla relamiéndose los bigotes frente a una taza de chocolate, mientras una abnegada ama de llaves los observaba en el ángulo oscuro del salón. No es descabellado asociar el chocolate con el placer, con la lujuria y no digamos ya con la adicción. Aparte de su valor nutritivo, están más que comprobados sus efectos afrodisiacos. Chupar unos dedos untados de chocolate, embadurnarse la cara, pasar la lengua por el borde de la taza, sentir cómo se deshace la ensaimada en el paladar... Claro que, por poner un ejemplo, en el desayuno oficial que todos los años por Sant Jordi ofrece el presidente catalán en el Pati dels Tarongers, y que consiste básicamente en chocolate, hay muy poco de lujuria en el acto de mojar el bizcocho porque, salvando excepciones, todo el mundo está por otra cosa y el morbo consiste en quién da la mano a quién.
El antiguo cuartel de Sant Agustí ha tenido un dulce destino: alberga un museo del chocolate para chuparse los dedos
Movida por mi afición a las cosas dulces, aterricé una tarde en el Museo del Chocolate, en la plaza de Pons i Clerch, esquina con la calle del Comerç de Barcelona. Creo que me guió el olor a cacao que mi fina pituitaria advirtió ya desde la calle de Princesa; lo cierto es que, sin saber de su existencia, me encontré un buen día rodeada de figuras de chocolate que me decían: 'Cómeme'. El edificio donde se ubica el museo es el antiguo convento de Sant Agustí, destruido en los combates de 1714 y convertido más tarde en cuartel militar -uno de los más antiguos que se conocen en Cataluña-. En el siglo XVIII, el ejército borbónico, fanático consumidor de chocolate, degustaba 'onza y media' del producto por cada cadete y oficial. En octubre de 2000 el chocolate pasaba a ser pieza de museo y el viejo convento abría las puertas para deleite de golosos, estudiosos y curiosos, bajo tutela del Gremio Provincial de Pastelería y Confitería de Barcelona y bajo la dirección de Francisco Gil.
Es un museo especial, claro, porque la entrada se paga en la misma chocolatería que hay instalada en el vestíbulo, y a nadie le amargan las 500 pesetas si además puede saborear un chocolate negro Ocumare -puro cacao criollo de Venezuela-, o unos confites, o comprar una camiseta con la inscripción 'Don't worry, eat chocolat'.
Ya dentro, el visitante se sumerge en el cuento de Hansel y Gretel, pero aquí la casita de chocolate es la Casa Ametller, el Arc de Triomf o la fuente de Canaletes. Pero lo más interesante son los utensilios y las máquinas que a lo largo de los años se han utilizado para su elaboración, además de los paneles y vídeos que van introduciéndote en la historia del chocolate.
Fueron los mayas quienes, hace más de 2.000 años, servían chocolate en los sacrificios a un dios, en los ritos de iniciación a la pubertad y en los funerales. Era un chocolate amargo y picante que, gracias a unas monjas aztecas que años más tarde le añadieron la vainilla, se suavizó. El primer cargamento de cacao a Europa vino desde México de la mano de fray Aguilar, un monje del Císter que envió la receta al monasterio de Piedra, en Aragón. Estamos a principios del siglo XVI, y ese nuevo descubrimiento traído de América -como el oro o la plata- se reserva a los reyes y a la clase adinerada. Los conventos -amantes de la buena vida- se plantean si su consumo rompe el ayuno. No es hasta el siglo XIX que el chocolate se extiende a las clases populares.
El puerto de Barcelona da entrada a los productos de las Indias, y así el primer chocolate de Europa se sirve en una recepción real poco después de haber descubierto el Nuevo Continente. Alrededor del puerto crecen los almacenes de cacao y en 1777 se abre el primer obrador de producción mecánica. También es en Barcelona donde, en 1947, Lluís Santapau inventa la mona de chocolate. Y como no hay chocolate sin algo que mojar, en Madrid aparecen los churros, en Mallorca las ensaimadas y en Cataluña los bizcochos.
A ritmo de tam-tam, un vídeo muestra cómo se elabora una figura de chocolate. El primer plano del líquido caliente aún burbujeante, derramándose en el mostrador, tienta al visitante a alargar el dedo hacia la pantalla. Retrocedemos a la tierna infancia con los anuncios televisivos de '¿Yo también podré hacerlo? Sí, con Cola Cao', o el más antiguo 'De todas maneras, chocolates Lloveras', o la canción radiofónica del negrito del Cola Cao. Al fondo del museo hay un obrador para talleres y cursos de divulgación. Ya en la salida me cruzo con un grupo de escolares; uno de ellos intenta arrancar la punta del rodillo que forma parte de un bodegón de chocolate. '¿Por qué no le clavas directamente un buen mordisco?', les espeto yo. El niño se pone colorado. Pero observando bien la figura veo que otros ya han tenido la misma idea que yo.
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