El calesero
Un silencio, en el que van diluyéndose los ecos del abundante tráfico habitual, sube hasta mí en la apacible tarde del último Jueves Santo. Está alerta al timbre la sordera, porque tengo visita: un viejo conocido que se anunció por teléfono, con el que paso buena parte de la velada: Julio Gómez de Salazar Alonso ha envejecido con nobleza. La recordada cara redonda está orlada de una elegante barba blanca. Han desaparecido las gruesas gafas con montura negra. 'Las llevaba desde que tenía cinco años hasta que me operé de cataratas', me dice. Siempre vistió de luto. Es un serio estudioso de temas históricos y trae, en una bolsa de tela, papeles que se refieren a la vida y muerte de un madrileño cuyo momento de gloria fue el último gesto de una roma existencia. Conducía una calesa, que ni siquiera fue suya, para transportar viajeros desde la estación de Atocha hasta el destino ciudadano; de cuatro o seis plazas el carruaje del que tiraba un caballo. Aún circulaban por Madrid cuando mis padres ya se habían instalado conmigo, aunque recuerdo apenas los simones que alternaban con los primeros taxis, compartiendo la caótica circulación.
Aquel hombre se llamó Baltasar Bachero. He rastreado el apellido, que da en un adjetivo americano con el significado de embustero, mentiroso, y quizás lo fuera algún ancestro. Un madrileño de Lavapiés casado con Filomena, padre de cuatro hijos vivos, residentes en aquellas casas corrala sin ventanas al exterior. Y la sola destreza de las manos para trastear el jamelgo. Una desgracia le afligía: operado de la tráquea, articulaba mal, ronco.
Hacia el mediodía de aquel 6 de marzo de 1929 estaba charlando con el carbonero del número 31 de la calle del Salitre; él vivía en el 24. Una camioneta -me cuenta el viejo amigo- baja la pina cuesta y el chófer hubo de dar un volantazo para evitar el atropello de una mujer que llevaba a dos niños en brazos. Impactó en la parte trasera del carro de un repartidor de cervezas, detenido ante la taberna. Se asusta la mula, que emprende una loca carrera, de lo que Baltasar se apercibe, así como de que iba a arrollar a unos cuantos niños que jugaban en medio de la calle. De su garganta no salían sonidos audibles y se plantó ante la bestia, a la que agarra por las riendas, sin poder evitar que le derribara y que le pasase el carro por encima, pero desviándolo de los pequeños. Un acto heroico que le costó la vida seis días después.
Repasamos los recortes de los diarios de aquellas fechas y transcurrieron varios días hasta que citaran su nombre correctamente: Vaquero Núñez, Vaquero Pacheco, Pacheco Ruiz, Vaquero Muñoz y hasta Bonifacio Pacheco. Periodismo de urgencia, casi como el de ahora. Baltasar Bachero Núñez cambió su vida por otras. La prensa jaleó el suceso, se abrieron suscripciones públicas para socorrer a la desvalida familia, donde los donativos expresan la generosidad de la gente y, a veces, un naciente afán publicitario. Cuatro coronas de flores, una de la Sociedad de Caleseros de la UGT, en la que era dirigente, el entierro presidido por el alcalde y ahí parece extinguirse el sentimiento municipal. Mandaba en España el general Primo de Rivera, que dispuso -contra el hábito de que transcurrieran al menos 10 años- que se cambiara el nombre de la calle del Salitre por el del abnegado calesero. Ya no había salitre, ni fábrica, ni justificación que lo impidiera. No puede sorprender que el Ayuntamiento se desentendiera de los hijos de Baltasar. Cuando se produjo una vacante, contrató a la viuda en el servicio de retretes públicos. Así pasa una guerra civil sobre el asunto, la esposa es depurada, muere un hijo en el frente de Madrid, hasta que, en 1967, el Seminario de Toponimia Urbana -al parecer, extinguido-, en un acto de enajenación mental, decidió reponer el viejo nombre de Salitre a la calle. La fábrica, como decimos, desapareció a mediados del siglo XIX y la primitiva denominación de referencia era la de San Bernardo. Uno o varios catetos ignorantes cometieron el desaguisado, que perdura.
Si preguntamos ahora por Baltasar Bachero en la vecindad, puede que alguien comente que ha sido una desdichada víctima de las drogas, que acabaron con él hace poco. Es el nieto de aquel campeón que no podía gritar. Con tenacidad filantrópica, Gómez de Salazar encabeza el propósito de honrar la memoria del calesero. Quien desee participar en los modestos homenajes, puede llamar al teléfono 91 517 44 35. Hay contestador automático y el indignado propósito de poner las cosas en su sitio.
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