Endogamia, autonomía y control
La necesidad de cambios profundos en la universidad española, demandada desde hace tiempo en círculos minoritarios, se presenta como un posible gran debate nacional para próximos meses. Sirvan como puntos de partida el informe Bricall y los planes del gobierno. Pero si el primero se puede calificar de gatopardesco (que algo cambie para que todo siga igual), con los planes del gobierno y en función de los temas estrella elegidos, puede ocurrir que realmente algo o mucho cambie, pero para mal. En efecto, a la vista de los artículos de prensa, las causas principales de los males de la universidad son, para unos, la endogamia en la selección del profesorado y el descontrol del gasto frente a la sociedad y, para otros, la falta de funcionarización.
La defensa de la promoción de sus propios profesores, en las oposiciones a plazas de catedráticos y titulares numerarios y la existencia de grupos de poder preestablecidos ha sido, sin duda el tema más tratado (o, mejor, demagógicamente maltratado) en los últimos foros sobre la universidad. Ante cualquier injusticia objetiva o subjetiva que se produzca en un tribunal o comisión de selección de profesorado, la denuncia se inviste de solemnidad, apoyada teóricamente en el rigor, el bien común y el progreso para denunciar la endogamia como causa de todos los males de la universidad. Se omite que el actual sistema de selección del profesorado y la defensa de los profesores de la propia universidad son elementales consecuencias de la opción laboral de la universidad española por la funcionarización del profesorado (exactamente la que piden los investigadores en precario y los preparadísimos doctores en el extranjero). Para un profesor numerario hablar de endogamia y no poner su plaza encima de la mesa tiene algo de maniqueo. También es consecuencia, claro, de la precariedad en medios materiales y personales con que se encuentra cualquier profesor para hacer algo que no sea repetir en las aulas lo ya escrito en los libros.
Sin embargo, lo peor de la discusión sobre la tan maldecida endogamia radica en que la aparente altura de miras y liturgias de rigor científico, progreso, bien común e igualdad de oportunidades esconde intereses de la misma magnitud, grandeza o mezquindad, que los que la provocan y mantienen. En primer lugar, intereses de los partidarios de una ciencia con poca demanda social frente a los intereses de los partidarios de una ciencia o tecnología más aplicada a resolver problemas del entorno, de partidarios de valorar la docencia (las plazas de catedrático se dotan en función de la docencia y cubren en función de la investigación), la gestión o la relación con las empresas para prácticas y cualquier actividad que suponga salir fuera de la torre de marfil. En segundo lugar, intereses de las universidades grandes y antiguas (principalmente las de Madrid) frente a las pequeñas y modernas (la periferia). En tercer lugar, los intereses de un modelo universitario uniforme, monolítico y muy aburrido, frente a los intereses de un modelo que recoja la amplitud y riqueza del saber, un modelo de competitividad y especialización entre todas las universidades (públicas y privadas).
Una de las principales componentes de la autonomía universitaria es la selección del profesorado, de tal manera que no se puede hablar de verdadera autonomía si a la universidad se le niega la posibilidad de seleccionar a sus propios trabajadores. Sin embargo, cuando se habla del control de la universidad, se da por sentado, por lo general, este tema y se piensa en una mayor intervención del poder político y social en su gestión económica y estratégica y, más concretamente, mediante el papel asignado al Consejo Social, cuya función se pervierte, reduciéndolo a su vertiente policíaco-inquisitorial en vez de potenciar su cara positiva de 'vehiculador' de las relaciones entre la universidad y la sociedad.
Si todos los recursos que tiene la sociedad española para controlar a la universidad son los mostrados hasta ahora formando los consejos sociales, cualquier aumento de poder de éstos puede llegar a resultar patético. Cosa diferente es que cualquier responsable político se plantee la necesidad de controlar el gasto universitario en esa especie de agujero negro que se han convertido algunos servicios públicos, entre los que destaca la universidad. Más aún, teniendo en cuenta la conveniencia de aumentar los recursos en investigación y formación, hasta llegar a los recursos relativos de los países civilizados, quizá no tanto por iniciativa propia como por miedo al ridículo externo. La universidad pública, como cualquier servicio público financiado con los impuestos de los ciudadanos, debe rendir cuentas a la sociedad que la mantiene.
Para ello es imprescindible el establecimiento de unas reglas de juego, de unos objetivos, en definitiva de un modelo de universidad donde se diga claramente que quiere la sociedad, más allá de atavismos como el esoterismo de algunas investigaciones, la divinización de algunos sujetos, la libertad de cátedra o la utilización de la universidad pública con fines partidistas, de prestigio para fines profesionales o el absentismo caraduresco de algunos profesores.
Vicente Caballer es catedrático de la Universidad Politécnica de Valencia
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