_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Dioses

Me da la impresión de que Ibarretxe ha mezclado sus nociones de mitología e historia antiguas y que ha confundido lo del dios de la guerra con lo del nudo gordiano. Estupefacto, como tantos otros, por el mitin de ¡Basta ya!, vio a Fernando Savater enlazando las manos de Mayor y de Redondo, y los guiones de campaña de su partido, tan dados a la guerra civil, le trastabillaron la memoria y le confundieron la estampa. No sé si quiso ver a Mola o a Queipo de Llano, pero en topándose con un filósofo sin quepis, no se le ocurrió sino convertirlo, nobleza obliga, en el dios de la guerra. El nudo no lo vio, pues para esa tarea hace falta ser Alejandro, y no parece que ese sea su caso. Demasiada tarea esa, y es más fácil asustar al personal, que ponerse a ella.

Con casco, en taparrabos y pose melancólica, como pintó Velázquez al dios de la guerra, la verdad es que no le veo a Fernando Savater. Ares, el dios de la guerra, no era fecundo en disfraces, y por su aspecto brutal no era muy amado por los griegos. Representaba la fuerza bruta desprovista de inteligencia, y Atenea o Heracles, que sí la tenían, pudieron siempre con él. Por eso, si Ibarretxe hubiera comparado a Savater con Zeus, quien tan pronto era toro o cisne o Anfitrión, la comparación aún hubiera podido prosperar. Porque si Zeus pudo transformarse en lluvia de oro para Danae, o en sátiro para Antíope, bien podría haberse transformado en Fernando Savater para los vascos, eso sí, con otros cometidos que en anteriores mutaciones, pues con los mismos resultaría agotador. Ares, en cambio, tan poco veneciano él, jamás pudo parecerse a Fernando Savater, y nunca lo intentó tampoco. No podía quererlo, como diría tal vez un filósofo bien amado por Fernando.

Puestos a buscar un dios para Savater, habría que dar con alguno que encarnara algo así como la ebriedad del sentido común. Y entiendo por sentido común no la pastueña mansedumbre del templador de gaitas, de ese que opta siempre por la postura menos comprometedora y que hace de la vida una rendija por la que colarse hasta que se ahoga. No, el sentido común requiere la capacidad y la valentía de ver lo evidente despojándolo de mixtificaciones. Una tarea nada fácil si tenemos en cuenta que la de mixtificar es nuestra actividad más frecuente, guiados como estamos por el afán de acomodar la historia y lo que nos rodea a nuestro espejismo más rentable. Vayan como buenos los espejismos felices, se dirán algunos. Y tienen razón, pero un defensor de la felicidad como es Fernando Savater, no arremete contra los espejismos felices, sino contra los que hacen de la infelicidad su sustento necesario. Ver lo evidente en el deseo de lograr la felicidad como meta de lo humano, eso es sentido común. Y el amor a la felicidad es ya pura ebriedad, el entusiasmo necesario para ir en pos de ella.

Quizá sea ese el delito que algunos no perdonan a Fernando Savater, hasta el extremo de hacer de él el dios de la guerra. La excusa que sirve para esa descalificación, lo que Fernando Savater dijo, no es sino otro ejercicio de sentido común, que sólo quien es incapaz de comprender el sufrimiento ajeno puede distorsionar de la manera que lo ha hecho. Cuando alguien se encuentra todos los días con un matón en la esquina de su casa, puede optar por dejarse golpear todos los días, por vender su casa y cambiar de barrio, o por hacer frente al matón aun pidiendo ayuda para ello. Nadie pondrá objeción a la tercera de las posibilidades mientras sólo se trate de un matón. Pero cámbielo usted por una organización terrorista y el sentido común se convierte en una aberración.

Entonces, el paisaje mental se paraliza y, creyéndonos los mismos, nos damos al delirio. El matón ya no es tal, quien recibe la paliza igual se la merece, quien no se la merece debe huir y quien afirma que es lícito hacerle frente al monstruo se convierte en el dios de la guerra. Pero Fernando Savater es sólo un hombre lúcido, no un dios, y quien lo hunde en el Olimpo o en el Walhalla un amedrentado parlanchín, fiel reflejo de la sociedad que ha contribuido a crear, y que al ver el nudo gordiano de las manos unidas, e incapaz de cortarlo como Alejandro, ha señalado al dios ominoso, a la víctima. La espada contra el nudo la pondrán otros. Te queremos Fernando.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_