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La globalización no va bien, ni mucho menos

Manuel Escudero

No me refiero a la burbuja de los valores tecnológicos que Alan Greenspan intenta desinflar con suavidad, ni al porvenir próximo de la economía estadounidense y, por ende, de las economías europeas. De hecho, creo que las nuevas tecnologías de la información (TI) han originado una pauta de largo recorrido de incremento de la productividad, de modo que, más que una recesión, estamos contemplando una desaceleración de la economía norteamericana que, poco y poco y no sin sobresaltos, irá recuperándose.

La pregunta a la que intento responder es otra: llevamos entre cinco y diez años en los que la conjunción de unos mercados financieros sin fronteras, la internacionalización de la producción y la introducción de las nuevas tecnologías de la información plantean un nuevo panorama, el de una economía global. ¿Cuál es su balance? Sus efectos benéficos, ensalzados por tantos publicistas, ¿están siendo compartidos por todos a escala global?

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El debate intelectual sobre la globalización y la nueva economía tiene adalides entusiastas que en estos nuevos fenómenos no ven sino beneficios para la humanidad. No faltan razones: los mercados financieros sin barreras ofrecen hoy a cualquier país, incluidos los más remotos y 'no interesantes', acceso inmediato a fondos financieros con los que desarrollarse (naturalmente, si la economía del país está en orden, si su marco político es democrático y su marco jurídico es estable). Las nuevas TI permiten montar, a partir de la creatividad, nuevas empresas punteras en los sitios más insospechados (como el Estado de Bangalore, en la India), emergiendo nuevos silicon valleys en medio de un páramo de subdesarrollo: los efectos benéficos de tales polos se extenderán sin duda con el tiempo al resto de la población colindante.

También existen detractores a muerte de la globalización, que, convocados a través de la red de redes, organizan alteraciones públicas en toda reunión internacional del establishment y erigen foros alternativos como el de Porto Alegre, en los que se juntan (e intentan en vano llegar a acuerdos) nostálgicos de la teoría de la dependencia, paleoanticapitalistas y proteccionistas a ultranza con personas mucho más sensatas que opinan que la globalización no va tan bien.

Ante este panorama de polarización, los intelectuales de centro-izquierda no pueden seguir aferrándose a la máxima de la tercera vía, según la cual la globalización entraña riesgos y entraña oportunidades: llega el momento de decir qué riesgos exactamente, qué oportunidades específicamente. Y, sobre todo, llega el momento de hacer balance, para verificar si, en concreto, en el desarrollo de esta realidad global las oportunidades van pesando más que los riesgos, o viceversa.

Para hacer un balance, y en esto siento contradecir al estimado Guillermo de la Dehesa (EL PAÍS, 21 de abril pasado), no es apropiado establecer un horizonte de análisis de veinte a cincuenta años que pudiera endulzar, sin pretenderlo, el juicio a realizar. La globalización, entendida como la suma de la globalización de los capitales, de los mercados y de las nuevas tecnologías de la información, comenzó a principios de los años noventa, y realmente se consolidó a partir de 1996. Pues bien, ¿qué ha pasado en la década de la globalización?

Miremos a la realidad: el mundo se divide hoy en 28 países desarrollados que tienen el 15% de la población y el 77% de las exportaciones mundiales, frente a 128 países en desarrollo que, con un 77% de la población mundial, contribuyen con el 18% de las exportaciones mundiales. Junto a este panorama de opuestos diamétricos, en tierra de nadie, existen otras 28 economías en transición.

Si miramos a las frías cifras de la evolución económica del mundo en la última década, la evidencia de que se ha producido una trayectoria divergente entre los 28 países desarrollados y los 156 países restantes es abrumadora.

La inflación, símbolo universal de la competitividad y de la fiabilidad de un país, se ha moderado hasta alcanzar un 1,8% de media entre 1996 y 1999 para los países desarrollados. Sin embargo, aunque con un telón de fondo de bajadas espectaculares sobre la realidad de principios de los noventa, se mantiene aún en cifras de dos dígitos para los países en desarrollo de África, Oriente Próximo, América Latina y el Caribe y para las economías en transición.

La balanza de pagos por cuenta corriente, que indica si un país puede pagar los bienes que precisa importar, ha sido excedentaria para el club de los 28, pero negativa para el resto, deteriorándose además en la segunda mitad de la década para África, Latinoamérica y los países en transición. Naturalmente esto significa que, en vez de desaparecer el problema de la deuda externa de los países en desarrollo, ésta se ha duplicado entre 1992 y 1998. Con ello, el esfuerzo para pagarla ha aumentado, y hoy los 156 países en desarrollo gastan como media el 39% de lo que producen en satisfacer lo que deben. Uno podría pensar que, en un mundo de mayor productividad, los que tienen éxito serán más generosos, pero, en realidad, la ayuda al desarrollo ha descendido en más de un 20% entre 1992 y 1999. Finalmente, en una época de fusiones y adquisiciones gigantescas, que abaratan productos y servicios haciendo los sectores productivos más eficientes y accesibles para el consumidor, más del 80% de aquéllas se producen entre los países desarrollados, y ese porcentaje ha crecido a lo largo de los años noventa, de modo que hoy tan sólo un 14% de las fusiones afecta a los países en desarrollo.

Como resultado de todos estos datos, el crecimiento económico per cápita de los países desarrollados es mayor, y divergente, respecto al del resto de las regiones del planeta. Es posible que se esté despertando una espiral virtuosa de desarrollo económico en China e India, pero tardará por lo menos una década en consolidarse en términos absolutos: y para entonces estas dos grandes regiones habrán contribuido decisivamente a que el mundo tenga mil millones de habitantes más, con lo que su renta per cápita seguirá por los suelos. Con la excepción de los países asiáticos en desarrollo, América Latina y el Caribe han visto cómo se estanca su crecimiento per cápita en la segunda mitad de los noventa, y lo mismo se puede decir de Oriente Próximo y de las economías de Europa central y oriental. África, en el furgón de cola, crece al 1%, alejándose sin esperanza del resto del mundo.

En teoría, la solución lógica a este estado de cosas no es difícil: a un mercado global le debe corresponder una acción racionalizadora y redistribuidora global. El mix de mercado y de límites sociales, el mismo que hemos practicado con éxito todos los países desarrollados, debería ser ahora aplicado a escala global. No resulta muy difícil pensar en un organismo internacional, como el Consejo Económico y Social de la ONU, que dirija y ponga en práctica un nuevo sistema económico mundial asentado en tres pilares. En primer lugar, un acuerdo de estabilidad monetaria basado en la paridad semifija entre el dólar, el euro y el yen, y que presuponga la convergencia de sus políticas económicas. En segundo lugar, un acuerdo de fiscalidad básica mundial que ponga en circulación títulos de Deuda Mundial de suscripción obligatoria, de acuerdo con un sistema muy básico de fiscalidad sobre la renta de cada país, y con un sistema de sanciones contra el proteccionismo, la competencia desleal y los delitos medioambientales que impliquen la suscripción obligatoria adicional de Deuda Mundial. Y, por último, un refuerzo genuino de la actividad de la Organización Mundial de Comercio, a través de un acuerdo de libre comercio, defensa de la competencia y del medio ambiente, que incluya, entre otras, una profunda y radical revisión de las políticas agrícolas de los países desarrollados. No resultaría muy difícil defender la rigurosidad y la viabilidad técnica de una solución como la apuntada, u otras similares, basadas en más estabilidad, más comercio y más redistribución a escala global.

Soy consciente, sin embargo, de los enormes obstáculos políticos que existen, y que hacen de esta formulación una propuesta naïf y casi, casi, cómica. El primero y principal es que los partidos políticos, quintaesencia de nuestros sistemas de formación democrática de la voluntad colectiva, tienen una base electoral nacional, y sus intereses electorales no les permiten, por el momento, avanzar en los cambios que este tipo de solución entraña. Pero, tarde o temprano, una solución como ésta ganará terreno, si no es por la racionalidad -que la tiene, y casi absoluta-, al menos sí para evitar males mayores. Y estos males del siglo XXI, inevitables de otro modo, son cuatro: la superpoblación, los movimientos masivos y descontrolados de migración, el deterioro irreversible del planeta y la divergencia creciente de destinos entre dos partes del mundo que, sin embargo, están perfectamente informadas en tiempo real del destino de la otra parte.

Manuel Escudero es profesor de Macroeconomía del Instituto de Empresa.

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