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Columna
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La mirada del tiempo

Los movimientos cíclicos y crecientes del andaluz en muchedumbre se han vuelto definitivamente incomprensibles. Son fenómenos que ahondan cada vez más su porqué en los estratos oscuros de la especie, la mezcla de culturas, los mitos, las idolatrías, y que siguen produciendo ingentes cantidades de asombro. Mejor sería no intentar perseguirlos. Pero la mariposa nocturna muere contra el objeto de su fascinación. La magia de 2001 nos señala el camino de la historia, aun a sabiendas de que ésta, muy probablemente, sea otra alucinación colectiva.

La muestra que hoy elegimos parece atestiguarlo: La feria de Sevilla, un artículo de Bécquer, publicado en El Museo Universal el 25 de abril de 1869. Sugerente, descriptivo, nostálgico, como de quien es. Bécquer, todavía afligido por la pérdida del Libro de los gorriones en un incendio revolucionario del 68, enfermo crónico, a poco más de un año de morir, escribe de cosas conocidas, al menos en una impresión global. Pero si fijamos la atención resultará como si estuviera hablando de otra realidad, o de algo que nunca existió. Se trata sin duda de un problema de lenguaje, principal enemigo de las cosas en la distancia, creador de espejismos tenaces. Vean: 'Sobre las ruinas de las tradiciones típicas y peculiares de Andalucía, de sus renombradas ferias, sus características diversiones y pintorescas zambras, se ha levantado la feria de Sevilla, que obedeciendo a su pensamiento ecléctico quiere reunir y armonizar lo que va con lo que viene, la tradición con las nuevas ideas'. ¿No se ha convertido esto último en un latiguillo de la modernidad andaluza? ¿No lo utilizan a diario nuestros políticos? Quién diría que ello tuviera algo que ver con la feria de Sevilla. Otras: 'No busquéis ya el caballo enjaezado a estilo de contrabandista, la chaqueta jerezana, el marsellé y los botines blancos pespunteados de verde el vestido de faralares (sic)'. Entonces las muchachas llevaban 'vestidos claros, ligeros por todo adorno un manojo de rosas y alelíes en la cabeza'. En cuanto a la alta sociedad, 'el miriñaque y el hongo han desfigurado el trage (sic) de la gente del pueblo'. Por el lado del jolgorio, recibiremos la misma vaga certeza: 'Se toca, se come y se bebe; hay palmas, cantares'. Bécquer emplea siempre esta palabra genérica para nombrar el alma de la fiesta. Pero no sabemos bien qué eran: ¿Sevillanas, y de qué estilo; boleras, boleros, zarabandas, acaso el candil...? Tan sólo es un poco más preciso cuando alude al flamenco: 'Los últimos y quejumbrosos ecos del polo de Tobalo', pero añade: 'Se confunden con el estridente grito final de una cavatina de Verdi'. Inaudito. La lectura social, agazapada, como siempre, en las ideas profundas del desdichado poeta, es quizá la más cercana: 'Las figuras que se destacan pertenecen a la aristocracia o a esa otra clase más modesta que hace esfuerzos desesperados por seguirla'. Y concluye, rotundo: 'El pueblo acude como espectador'. Y no todos tenían las dos pesetas que costaba sentarse en una silla a ver el espectáculo, como hoy se hace... pero en Semana Santa. ¿Verdad que todo resulta desconcertantemente parecido y dispar? No se engañe nadie, no. Nunca sabremos de verdad cómo era aquello. La mirada del tiempo no perdona, aunque reconforte.

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